miércoles, 23 de junio de 2010

1965


Bob Dylan se hizo eléctrico durante el verano. Y hubo muchos que protestaron, arguyendo que el folk no estaba preparado para ser rock.
Pero las mezclas siempre han sido inevitables ante la incertidumbre de los tiempos. Y todo era insospechado en un año como 1965.


Dylan combinaba las guitarras, mientras el cine navegaba desorientado entre tradición e innovación.
Las políticas del mundo se vestían de sociales en casa, pero eran implacables imperialistas en el Tercer Mundo.
El público no sabía qué hacer ni qué pensar ante el híbrido de sensaciones.


Por un lado, se creía que el futuro debía sea familiar y sentimental, como dictaba la promesa del bienestar.
Por otro, se sabía que no había posibilidad de retroceder ni de detenerse; quedaba la convicción de que lo conocido no iba a resolver los nuevos problemas.


El mundo empezaba a bullir a fuerza de calor, y la contraposición entre ayeres y mañanas se empeza a discernir como una disputa generacional.


Todos vieron "Sonrisas y Lágrimas" (The Sound Of Music), porque era optimista, nostálgica y vital.
Pero 1965 también perteneció a Richard Lester, a Julie Christie y a muchos que quisieron ver más allá de los sedantes.
A los que, además de emocionarse, decidieron pensar un poco.


Para Estados Unidos, fue el año en que quedó claro que las cosas se ponían muy feas en Vietnam.


El napalm empezaba a derramarse sobre las aldeas civiles, y llegaban las primeras unidades de combate terrestre, listas para la masacre, pronto desorientadas entre el síndrome.
Pero antes bestias que rojos. Oh, la gran coartada.


Los norteamericanos quizá no mentían. Tal vez sólo pecaron de ingenuos y de animales, como de costumbre.
Ellos eran como el Doctor Zhivago, que buscaba a Lara, intentando salvarla de lo inexorable.


Las posibilidades de una victoria inmediata se disipaban a medida que la muerte sistemática campaba a sus anchas.


Como protesta, se quemaban cartillas de reclutamiento en Berkeley por primera vez, y el cuáquero Norman Morrison se inmolaba delante del Pentágono.


Ese western que supone la vida criminal y política de Norteamérica encontraba sus adecuadas cotas altas.
Dick y Perry, los asesinos de la familia Clutter, perecían colgados en la Penintenciaría de Kansas. Pero sólo Capote les prestaba atención.


El asesinato de Malcolm X fue la primera secuencia de un episodio, que encontró el clímax en la caldeadísima marcha de Luther King en Alabama, que acabó con batalla campal entre policías y negros.


Días después, otra nueva manifestación acababa en asesinato. Los supremacistas golpearon hasta la muerte a un ministro blanco que apoyaba a King.
Stop! In the name of love, cantaban The Supremes.
Desde la Casa Blanca, Lyndon Johnson les dio a los negros, finalmente, el voto.


Fidel Castro anunciaba que, quien quisiera irse, ahí estaba la puerta. A los pocos días, decía que el Che ya no se encontraba en su nómina.


En octubre, la primera remesa de disidentes cubanos llegaba a Estados Unidos.


En 1965, lo brit seguía provocando furores internacionales. Fue el año de "Darling", del "Downtown" de Petula Clark y del Knack.
La satisfaction musical se conseguía con los Rolling Stones y el Help! necesario se pedía a los Beatles.


La también británica Julie Andrews aseguraba que las colinas estaban vivas con el sonido de la música.
Julie era la última estrella total, según los parámetros de un Hollywood que decidía aferrarse a su proceder clásico, porque no conocía otro.


La Andrews ganaba el Oscar por "Mary Poppins", mientras la Fox depositaba todas sus esperanzas en ella.
La Maria de "Sonrisas y Lágrimas" volvió verdes los rojísimos números que había provocado el desastre de "Cleopatra".


Una francesita de pop y de postín cantaba en Eurovisión que era una muñeca de cera; France Gall triunfaba con "Poupée de Cire, Poupée de Son".


Y, en medio de la confusión del año, irrumpía el "Yesterday", tal vez la primera canción profunda y voluntariamente poética de The Beatles.
"Yesterday" añoraba, lamentaba y creía en el inocente ayer, aunque, como canción, era síntoma de lo nuevo.


La gran verdad de 1965 era que había llegado la hora de que las muñecas de cera empezaran a moverse.
Pero hubo otra verdad más enorme: sólo unos cuantos se enteraron.

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