lunes, 30 de enero de 2012

Sobre "The Girl With The Dragon Tatoo"


Dudoso es el valor literario de la mayoría de los best-sellers, pero nadie cuestiona que pueden funcionar como punto de partida para grandes películas y buenas series.


La versión yanqui de la primera entrega de la saga "Millennium" se ha hecho el definitivo ejemplo.


Sin mayores rodeos, "The Girl With The Dragon Tatoo" es un peliculón.
El principal responsable del magnífico resultado se llama David Fincher, director que ha hecho suyo el menú de horrores que sirve la vendidísima novela de Stieg Larsson.


"The Girl With The Dragon Tatoo" se presenta a la perfección a través de sus vistosos títulos de crédito.
Irrumpe una película insana y desquiciada, que usará nuestro morbo como la razón de su poder y el alimento de su hipnosis.


La intriga central de "The Girl With The Dragon Tatoo"- la desaparición de una tal Harriet en los años sesenta - es un reconcentrado de licencias de susto, rayano en lo borderline, donde no faltan incestos, nazis y mazmorras.
No encierra nada novedoso, y los que hayan visto y leído muchos whodunits podrán anticiparse a muchas de sus sorpresas.


Pero la película parece intuirlo y nos ofrece la intriga de manera deliberadamente confusa y distanciada, sin detenerse en explicar todas sus aristas.


Porque el cold case investigado por los protagonistas funcionará como un ingrediente más, dentro de una pesadilla contemporánea a todos los niveles.


Suecia es el lugar para contarla; esa plácida fachada del progreso que encubre ruinas morales y perversiones secretas.


Ruinas y perversiones, donde las mujeres fueron y serán las principales víctimas.


La antiheroína, Lisbeth Salander, se convierte en centro del complejo juego de la historia.
Lisbeth, niña explotada, mujer nunca amada, la que siempre deberá salir en silencio por la puerta de atrás y alejarse en el último momento.


Justamente como hizo aquella a la que ha seguido el rastro.
Harriet y Lisbeth, pobres Cenicientas a la carrera, que dejan detrás mucho más que un zapato de cristal.


"The Girl With The Dragon Tatoo" se mueve a las cuchilladas de su montaje y se viste con la crudeza de las luces de su fotografía.
David Fincher se arroga el poder y demuestra su extraordinaria capacidad para el cine in-your-face, que ya presenciamos en "Se7en", "Fight Club" y "Zodiac".


"The Girl With The Dragon Tatoo" es ese paso adelante para uno de los directores imprescindibles del panorama actual.


Hasta en sus títulos más equivocados, se halla el rastro de una mente talentosa, de un cineasta versátil, de un reconocido adicto a sorprender.
En esta ocasión, ha convertido un remake en una obra tan personal como comercial.


Fincher es un realizador reconocible y manipula su material, pero no necesita imponerse sobre él con la impudicia de una prima donna desesperada (Winding Refn, esto último va por ti).


¿Quién es capaz de contar la competición perdida de los gemelos Winklevoss tan impecablemente como la terrorífica violación anal de Lisbeth Salander?
Fincher es ese buen encuentro entre el estilo y el contenido, donde no se anulan uno a otro, sino se potencian decididamente.


Por supuesto, no se puede hablar de "The Girl With The Dragon Tatoo" sin recordar a Rooney Mara.


El personaje bombón de Lisbeth Salander recaía en esta recién llegada a los corazones, que ahora opta al Oscar a la mejor actriz.
Su magnética presencia expresa la aleación entre brutalidad y lirismo que persigue esta obra, a la par que se hace imagen y metáfora de la película.


Como Lisbeth, "The Girl With The Dragon Tatoo" es cínica, pesimista, efectiva, quasihistérica, fugaz.
Tatuada de tristeza y necesitada de correr hacia adelante.


Por fin, me encuentro con un título que no teme contar el sombrío presente.
El pasado no se añora en "The Girl With The Dragon Tatoo"; es ese montón de mierda pendiente de limpiar, aun a riesgo de repetir todos y cada uno de sus errores.


Enmendar es importante, nos recuerda. Sobrevivir, mucho más.

lunes, 23 de enero de 2012

La Insoportable Megauploadización del Ser


El último jueves fue el día elegido para la caída del imperio Megaupload.
Gestor de archivos devenido en centro de descargas a mansalva, Megaupload se había convertido en herramienta predilecta de los ciberusuarios, 45 segundos mediante.


El escándalo de la filtración de "Lobezno" fue el momento decisivo. Por un lado, puso a Megaupload en la mira del FBI.


Por otro, popularizó la web como el lugar donde encontrarlo todo. Aseguraba eliminar el contenido protegido por copyright, pero en el interín, ahí estaba, for all the world to see.
Desde entonces, Megaupload ha sido diana de los dardos de la industria del entretenimiento.
Era invocado como esa especie de Salvaje Oeste, donde valía todo y no había que pedir mayor permiso, 45 segundos mediante.


¿Dónde comienza el problema?
La industria cultural, en términos amplios, ha demostrado su anacronía con lo que ocurre en las redes.
Sus protocolos de publicación siguen siendo excesivamente largos frente a la inmediatez que requieren ahora las audiencias.
En otro tiempo, daba igual ver "Dinastía" en 1986 que en 1989. Hoy, hay que consumir el último episodio de "Revenge" al día siguiente de su emisión natural.


Sin otra alternativa conocida, asequible o regularizada, la comunidad internáutica incurre en el download, potenciado por las copias ilegales de contenido audiovisual o literario.
La piratería es un acto delictivo, nadie puede negarlo. Así lo reza la ley, y aceptar su incumplimiento es clamar al desastre.
Que un producto sea más barato, implica que sea más manipulable. Que sea gratis y corra impune, asegura su banalización.


Pero vivimos en un tiempo de ladrones, y Kim Schmitz se nos ha contado como Robin Hood.
Se le llama el mal menor en relación a otros males mayores, donde quizá el FBI debiera centrar sus ocupaciones.


En líneas generales, las polémicas derivadas confunden los términos sobre lo legalmente permisible y lo moralmente aceptable.
Por un lado, tenemos el derecho de autor, irrenunciable, basado en el reconocimiento y el respeto a la integridad de los originales.
Su provecho económico se ha dado originalmente a los artistas como un modo de supervivencia ante una profesión tambaleante y errática; sus creaciones quedan así consideradas como un legado, tanto para los firmantes como para el resto del mundo.


Como todo en esta vida, se ha bastardeado y malentendido.
La industrialización del arte y el entretenimiento ha querido confundirlo con el cobro sistemático e interesado de los beneficios de la explotación de las obras.


De esa obra convertida en bien eterno, se aprovechan desde los responsables de la edición hasta los herederos del autor.
Pero no es tanto la explotación económica como lo que conlleva.
Atrapada en protocolos, la obra se retrasa, se hace exclusiva, a veces incluso desaparece durante años.
Vive sometida a la lentitud que implica el copyright, y sujeta a los caprichos de editoriales, autores y terceras partes.


Recuerdo una entrevista que concedió Geraldine Chaplin, donde habló de la controversia que mantenía con su hermano, Charles Jr.
Éste quería que las obras de Charlot fueran exhibidas de manera excepcional y reservada, mientras Geraldine recordaba que las películas de su padre pertenecen a ese mismo público que las amó y las hizo clásicos.


Traficar y lucrarse repetidamente con las obras artísticas es tic de legales e ilegales.
Cuando, en realidad, el usuario medio sólo persigue poder conocerlas.
Las empresas del entretenimiento deberían adecuarse a esa legendaria demanda, ahora viable gracias a Internet.
Es capaz de hacerlo, pero no quiere. Las majors estadounidenses no desean estar a tu servicio, sino que consumas bajo el menú que te dicten y con la cadencia que ellas prefieren.


Con todo, no me gusta Megaupload, ni el señor Kim Schmitz.
Me rechina ese panal de rica miel que se ha construido, con esa inquietante laboriosidad de todo hacker.


Porque Megaupload no se limitaba a compartir archivos para que el mundo fuera más feliz; ofrecía incentivos económicos para quien consiguiera una copia del más inminente estreno y movía capitales con la destreza del que sabe robar.
Además, imponía esa cuenta Premium, otorgando la sensación al usuario de que, pagando por la sesión, su pecado es menor.
En realidad, es mayor, porque está beneficiando fortunas personales plagadas de irregularidad.


La caída de Megaupload no es el fin definitivo del homo downloadis, ni por asomo.
Cerraron Napster en una ocasión, dieron carpetazo a varios Edonkey Servers en otra, y el asunto, simplemente, se intensificó.
Chapar esta web de descargas es un golpe de efecto del FBI, que no resuelve el problema ni aspira a ello. Es sólo una advertencia contra el descaro.


El nuevo Ministro de Cultura español, Ignacio Wert, ha comparado la persecución de la piratería en Internet con la lucha contra el narcotráfico.
"No se castiga a quien consume, sino a quien trafica", dijo.


Esa comparación es perfecta, porque expresa lo que ya sospechábamos.
Salvando las distancias, la descarga masiva es como la droga; esa sinvergonzonería inevitable, casi venial, que prefiere quedarse en los márgenes de la ilegalidad y perseguirse cuando la cosa se torna obscena.


Nadie te va procesar por descargarte "Fringe" el sábado por la mañana, pero, por favor, no des el cante.
Los porros te los fumas en casa.


De resultas, cualquier ley que devenga en contra de las descargas tendrá la misma efectividad que la Ley Seca. Una pura hipocresía, para calmar a unos y sofocar a otros.
Legislativamente, el derecho de autor tiene menos valor que otros derechos que se perjudican en cualquier vigilancia internaútica, y así lo han contemplado las resoluciones judiciales al respecto.


Del mismo modo, la industria de telecomunicaciones es más poderosa que la cultural.
Si descargar películas y series está tan mal visto por la ley y el orden, ¿por qué tienes tantos megas de velocidad en tu router?


Insisto en que el entertainment tiene que comprender que los hábitos de consumo han cambiado radicalmente y debe hallar las alternativas precisas para ajustarse a ello. Y, de paso, asegurar su supervivencia.
Ya lo hizo la música con el Spotify, programa asequible y de mucha calidad, donde se ha demostrado que acceder nos importa más que descargar.


Pero Dios los libre de anteponer la sensatez y la previsión al llenarse los bolsillos hoy y ahora, tantos a unos como a otros.
Reinan las medias tintas y el olor a podrido en todas las cocinas, mientras el destino ya se encargará de alcanzarnos mañana.


No te preocupes. El chollo will go on.
Al fin y al cabo, que estés todo el día metido en tu casa hartándote de series y películas porno provoca sonrisas de satisfacción en las mejores cúpulas.
Opios del pueblo. Han cerrado un garito, ya encontrarás otro.

viernes, 20 de enero de 2012

Horizonte Azul


Las ceremonias de premios tienen efectos secundarios.
Cuanto más gustan, peor sientan. Provocan una gran euforia en el espectador, pero también un horrible desconsuelo por todo lo que allí se vive.


Porque, ¿a quién no le encantaría ser nombrado, aplaudido y revestido de oro por hacer bien su trabajo?
Son la gloria y la fama, unidas en un escenario polivalente, donde ganan los justos y los arribistas, los grandes y los pequeños.


Esas galas nos traen la intensidad del último momento de una escalada, imagen que se opone a la plana rutina que invade la existencia de la gran mayoría de los mortales.


Nunca ganaremos un Oscar, deberías saberlo. Y, con toda probabilidad, nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto.
Los medios de comunicación nos han engañado tanto que esa verdad incuestionable se hace dolorosa, especialmente para todos los que sueñan con la trascendencia del espectáculo.


No se trata sólo de la victoria, sino de la naturaleza misma del arte escenificado; es un triunfo total, porque representa la más impactante expresión de los sentimientos humanos.
Desde el ensayo hasta el galardón, se cuenta la vida de los artistas famosos, que prorrumpen en reverencias y nerviosos speeches en pudorosa reacción ante lo ensordecedor.


Hollywood es primera instancia de celebridad derrochada, rozando la obscenidad en muchas ocasiones.
Ha contado la fama como el mejor esquema explicativo del capitalismo.
Cenicientas y Cenicientos de sitios ignotos llegan a Los Ángeles, muertos de hambre e ilusiones, para terminar siendo iconos de luz y melodrama.


Embriagados de esa promesa de reinvención, cientos de miles se han subido en el tren hacia Tinseltown, para cambiarse el nombre y olvidar el pasado.
Casi todos acaban en el vertedero dispuesto a tal efecto: prostitución, desazón y demás horrores, cuya más vívida expresión fue el cadáver de Elizabeth Short, "la Dalia Negra".


"The Day Of The Locust", durísima novela de Nathanael West llevada al cine por John Schlesinger, nos contó que la histeria mitómana del público estaba íntimamente relacionada con la Depresión.


Fue entonces cuando nació la desesperación por la fama y el aplauso como fenómeno sociológico de largo alcance.



Porque si hay un espectáculo que deba continuar, ese es el del público que grita, se mea y se marea.
Sin esa audiencia y sus bipoláricos estados de ánimo, el show business no existiría.


Hollywood se ha vendido de manera muy efectiva. Una gala de los Oscars debe provocar más oleadas de inmigración que casi cualquier otra cosa.
Nos presenta esa fachada de gran lotería. No te va a tocar en principio, pero, por si acaso, compras un boleto y rezas.


A la vez, ha disuadido de sí misma. En películas como "Ha Nacido Una Estrella", nos contaba que el camino del harapo a la riqueza significa un corazón roto.
Ante los rigores del duro trabajo que conlleva ser un artista, se pierde mucho y la victoria puede ser amarga, breve o volverte loco.


Esas ceremonias de premios tan adoradas son, en realidad, una actuación más para todos sus protagonistas que, precisamente, son actores.
Adoptan cara de chispa y diversión, dentro de una velada diseñada, entre otras cosas, para saciar sus desproporcionadas vanidades.
Es decir, un bonito paripé.


La vida del espectáculo es ganarse la leyenda con espejos reflectantes y emociones al minuto indicado.
Conseguir esas glorias no tiene que ver necesariamente con el mérito ni el talento ni el justo destino. Sólo con un timing perfecto.


Querido mío, nunca ganaremos el Oscar. No son nuestros esos horizontes de oro.
Sólo la vida, tal y como es, con sus meandros, sus descorazones y sus caminos sin salida. Un horizonte azul.


La pregunta es porqué yo no quiero creerme ese horizonte azul.
Sigo arrullado en la promesa de que mañana pueda escribir la gran historia que me lleve por el camino de los aplausos, los premios y los discursos de agradecimiento.
No alcanzar esos escenarios es peor cuando todos te han dicho siempre que los mereces. Se hace aún más imposible renunciar y, desde luego, no se olvida nunca.


Quizá decida hoy batallar contra la pereza, la inseguridad y la falta de oportunidades, por aquello de que nunca es tarde si el mundo te espera.
Mal me enseñó la O'Hara. No hay que dejar nada para mañana.


Como último remedio, podré esperar que mi madre haga como la de John Kennedy Toole, aquella que abrió un cajón y encontró "La Conjura de los Necios", la obra de un genio desconocido, publicada once años después de su suicidio.


La cuestión será rellenar mi cajón.
Quién sabe. Para ganar la lotería, hay que comprar necesariamente el boleto.