jueves, 31 de marzo de 2011

De Uniforme


El uniforme denota profesión, estatus y atributos. Con el adecuado, se puede usar la fuerza, incidir con el bisturí o romper ventanas para aplacar fuegos.
Es un símbolo de trabajo, y también una herramienta del mismo, que evita manchas, retiene balas y procura respeto ajeno.


Unifica a los individuos, robándoles personalidad en el desempeño de sus ocupaciones.
El cuerpo así vestido forma parte de una institución. Porque el uniforme está siempre al servicio.


Pero la severidad nunca existió en este mundo.
Los sueños cabalgan veloces y las fantasías se escurren por las esquinas, riéndose de todo, excitándose por nada.


Y el uniforme es también un capítulo imprescindible en la historia de todos los morbos.
Hay muchas mentes calenturientas que se confiesan particularmente adictas a los tíos que visten de gremio.


El fetichismo y el sadomasoquismo se entusiasman con las profesiones que suelen emplear la agresividad y la intimidación.
Es decir, policías y militares son los reyes de las camas más devoradoras.


Aparte del significado psicosocial de los uniformes, también hay que reconocer que las formas rectas de la ropa profesional son especialmente favorecedoras para los varones.


Basta recordar al Tom Cruise de "Algunos Hombres Buenos".
El vestuario de marine le otorgaba un porte mayúsculo que, por sí solo, el señor Cruise nunca ha tenido.


La condición autoritaria explica la tensión sexual que desarrollan los hombres uniformados.
Pero, a la vez, se asocia estrechamente con la promesa de protección que implican.


En el asunto maromial, existen pocas sensaciones más intensas que la aparición de un bombero.
Se internará entre las llamas para rescatarte y demostrará que el gimnasio ha sido generoso.


El cambio del milenio piropeó a los bomberos, alabados como los grandes protagonistas en rescates tan escalofriantes como la destrucción del World Trade Center.


Ellos llenaron calendarios, sonriendo como tontines y enseñando lo que todos queríamos ver.
Fueron, son y serán la mejor razón para incendiar la casa.


Los doctores no son chicos de acción vertiginosa, como policías, militares o bomberos.
Pero son los mejores para mirarte con ojos vidriosos, curarte bajo ciencia y cuidarte según intuición.


La televisión ha sido la culpable del fetiche en torno a las batas de los sanadores.


Siempre que voy al médico, espero que sea como Goran Visnjic. Qué decepcionante es la realidad en ocasiones.


Nos queda ese irrefrenable torrente de pensamientos, despertado cuando el caminar se cruza con armada patrulla urbana.


Es el momento donde apetece confesarse culpable de todos los delitos.

miércoles, 30 de marzo de 2011

La Noventez


Fue el gran presagio. La última década del siglo XX se prefiguraba como un agitadísimo batido de homenajes al pasado, aparatos electrónicos y éxitos de taquilla.
Sí, la posmodernidad había subido al trono. Y proclamaba que la originalidad era imposible.


La noventez no sólo palidecía frente a la descacharrante ochentez, sino ante cualquier otra década de la centuria.
Detestarla ha sido inevitable. Comprenderla es tarea pendiente.


Hoy ya lo sabemos. Los noventa no son muy distintos a lo que ha venido a continuación.
Hemos seguido recuperando, copiando e imitando, a razón de catálogos exhaustivos, discos versátiles y milagrosas bases de datos.


Los noventa fueron el comienzo de esa compulsiva excavación.
Se disfrazaron de pretendida elegancia, se creyeron el futuro y cambiaron el dorado ochentero por el blanco minimalista.


Muchos odian los noventa por inexpresivos. En cualquier caso, fueron tan eclécticos como el tiempo.


Las modas no se detenían, sino se solapaban unas a otras.
Resumir la cantidad de películas, productos y tendencias de los noventa es imposible.
Supone contar el trecho que va desde "Twin Peaks" hasta "Titanic", pasando por "Baywatch", Jennifer Aniston y el grunge.


Fue una década de revistas y portadas.
Una sociedad, ya contada desde el consumismo, se descubría aquejada de una seria fascinación por todos los niveles de la fama y la celebridad.


La cinefilia se puso de moda. En realidad, era mitomanía, sed de foco, ganas de alteración simultánea de los sentidos.


La tecnología doméstica, la lenta conexión a Internet y el sonido de la telefonía móvil.
Everybody's dancing in the moonlight
. Ain't no mountain high enough. Triunfos de la canción vieja, que la publicidad hacía parecer nueva.
De vuelta al catálogo, a base de mensajes, beepers y estruendos de transatlántico.


En la MTV, se recontaban las fórmulas. Una y otra vez, una y otra vez. Divas enfrentadas, refundiciones, remixes, pum pum.
Alteración, alteración. Las drogas de moda eran químicas y hacían latir los corazones.


La guerra era cosa de los telediarios, que abrían sus ediciones con imágenes de masacre balcánica o africana, ilustradas con fotografía sofisticada y servidas con tensión spielbergiana.
Beep, beep.


La sonrisa de Julia Roberts define la noventez.
Parece que se lo está pasando terriblemente bien, aunque no sabe exactamente quién es, ni lo que pretende hacer a continuación.


El emblema de ese Occidente trionfante, que te conectó al mundo para desconectarte de ti mismo.
¿Se vindicará algún día la década de los noventa? Ya hay intentos, con la valorización camp de sus más desorbitantes frutos.


De nuevo, petrificados de miedo, mirando atrás. Tantas ganas de camp, tanto corazón haciendo pum pum.
Apaga el ordenador y sal a la calle, noventero.

lunes, 28 de marzo de 2011

Money, Money


Hace mucho tiempo que las películas no arruinan a Hollywood.
Porque el cine de alto presupuesto ya no quiere apostar. O se promete las de ganar o no sale a jugar.
Ahora no se puede hablar de fracasos comprometedores; sólo de decepciones, de títulos que podían haber dado más y se quedan cortos.


Y si no recuperan lo invertido, las ventas internacionales, los pases por televisión y la publicación en formatos digitales pueden sanear las cuentas con el tiempo.
Hasta su estatus de castañazo termina por producir rentabilidad.


Porque vivimos en una época donde lo pésimo también encuentra su lugar en lo más alto, ¿verdad, Rebecca Black?


La política financiera de Hollywood se ha sofisticado con el tiempo y puede decirse que ha aprendido la lección.


En los sesenta, quedó claro que no hay que perpetuar agonías.
Era el momento donde el sistema de estudios se resistía a desaparecer; al menos, una manera de hacer películas y entender al público.
El decisivo punto de giro fue "Cleopatra", monumental reconstrucción histórica, a mayor gloria de nuestra llorada Elizabeth Taylor.


Años de rodaje, el Tamésis convertido en el Nilo, el traslado de toda la producción a Roma, retrasos, caprichos, accidentes.
La película más cara jamás realizada fue también la más vista del año de su estreno. Sin embargo, nunca recuperaría la inversión y colocó a la Fox en la total bancarrota.


Los rodajes azarosos, con caídas, incendios y otros peligros, van inherentes a la creación fílmica desde los inicios.
Para los más románticos, son parte del encanto del cine y explican su condición quijotesca.


Desde las primeras líneas que escribe el guionista hasta la copia exhibida en el estreno, hay años, cambios, traumas.
Casi una vida entera, donde ha podido pasar de todo, como está sucediendo en la producción de "El Hobbit".


Ajustar lo imprevisible es una estrategia relativamente nueva.
El rodaje de "El Hobbit" será un calvario; un previo estudio de mercado ha contado que se lo puede permitir.


Si una película no tiene ni viabilidad ni público potencial, no se hará.
Ya no se emprenden "aventuras por el desierto", del estilo de "Intolerancia", "Ciudadano Kane" o "La Puerta del Cielo", supeditadas a una obsesión autoral.


Porque el sagaz inversor cinematográfico nunca confía en una clase de director.
La personalidad debe constreñirse bajo las coordenadas tiempo/dinero; una verdad yanqui que jamás entendieron ni Welles ni Cimino ni Coppola.


Que un director detenga la producción por puro capricho estilístico es una situación que no sucede en el cine norteamericano desde hace muchísimos años.
Si una película quiere ser extravagante en estos tiempos, debe ser barata.


En momentos de crisis, las productoras han reaccionado inmediatamente. ¿Números rojos? Menos películas, mayor anticipación.
En otros tiempos, se hubiese hecho otra superproducción musical y se hubiese apostado hasta la madre.
Ahora no. Ahora "Bond 23" se retrasa. Se hacen cuentas, se estudia el mercado y, ante los resultados, se aplaza a mejores momentos.


También por ese motivo, se ha dado marcha atrás en "El Gran Gatsby" que anunciaba Baz Luhrmann, o se sube la ceja con desconfianza cuando se plantea una nueva "Cleopatra".
Como deseaban los primeros jerarcas de Hollywood, el cine vive en sintonía con lo que ocurre en Wall Street.
¿Y los añorados Quijotes? Oficialmente desterrados del valle y en paradero desconocido.

viernes, 25 de marzo de 2011

Lo Último Que Se Pierde


Construye el mundo, idealiza las vidas y permite seguir adelante.
Como el alma o nuestra importancia, la esperanza es una mentira.
Para poder vivir, se debe creer que mañana saldrá el sol, aunque nadie pueda garantizarlo.


Se construye desde que éramos niños. "No sufras, ya viene el médico, mañana estarás mejor".
La esperanza se confía al tiempo, porque es un pronóstico de mejoría, una muestra de optimismo existencial.
Se suspira en los deseos vitales, se sueña en las estrellas fugaces y se duerme, acurrucada la esperanza, pensando en días mejores, lugares nunca conocidos y cosas que quedan por hacer.


Dicen que la esperanza es lo último que se pierde.
Nos educaron en el final feliz, y en él confiamos hasta cuando nos encontramos en el más terrible de los lodos.
Esperamos que vengan a salvarnos. El príncipe, Peter Bishop, el Séptimo de Caballería o el dedo de Dios.
Si es cierto que vamos a morir, entra la resignación. Pero, con ella, aparece otra secreta esperanza: la de que haya algo más que oscuridad y silencio al otro lado.


Hasta los más pesimistas y dolientes, conservan un poso de esperanza. Conectan poco con él, pero lo atesoran, a veces sin darse cuenta.
Porque un ser vivo sin un resquicio de fe, se suicida en el acto. Ni lo piensa. Adiós, mundo.


El médico es el que tiene el veredicto final de todas tus esperanzas.
Es quien lee el sobre, periódicamente, y quien te recuerda si puedes seguir corriendo o debes detenerte forzosamente.
Puedes pedirle que no te dé falsas esperanzas, pero, en realidad, las deseas.
¿Verdad o mentira? ¿Dónde termina la esperanza y empieza la fantasía? ¿Acaso es lo mismo?


Dale una oportunidad a la esperanza, suplican los eslóganes en tiempos de escasez y desorientación.
En la esperanza, se alientan los pueblos de la Tierra. Germinarán las semillas, creceremos mejores y, cuando termine la guerra, seremos más fuertes.


La decepción, lo irresuelto y lo imperdonable propician las largas noches de nuestra vida esperanzada.
Son los finales tristes, los que sólo se entienden cuando somos mayores. Pero duelen tanto como si aún fuésemos niños.
Es sólo la noche. Hasta los más insignificantes animales, esperan el amanecer, que llora y limpia.


No hay mayor esperanza, ni más sincera ni más universal, que el deseo de volver a casa.
Los que confunden caminos, los que tardan, los que desaparecieron, los que se fueron para buscarse a sí mismos; todos luchan por regresar, todos confían en volver a ver esa luz conocida.


Acaban las batallas, se deshacen los hechizos y se derrama la esperanza, más generosa que nunca.
La casa seguirá en pie, pensamos, mientras seguimos avanzando en el camino de regreso.
No aprendimos otra manera de vivir. No sufras, ya viene el médico, mañana estarás mejor.