miércoles, 9 de noviembre de 2011

Brillo de Luna de La Ley Seca


Sociedades borrachas no deberían quedarse secas, a riesgo de desesperación. Pero, en cierta ocasión, hubo una que quiso intentarlo.
Durante trece años, estuvo prohibido vender, transportar y manufacturar bebidas alcohólicas en Estados Unidos.


Pero ya lo sabe la Historia.
Ante todo, la Prohibición trajo violencia, jazz, escondrijos, barriles reventados, bañeras llenas de ginebra y fiestas interminables con licor malo.


Desde los tiempos coloniales, las borracheras habían supuesto un problema.
Sobre todo, bajo la implacable mirada de esa civilización fronteriza, obsesionada con la seguridad, reprimida hasta la enagua y con predisposición a ver a Dios en cada roble.
No podían permitirse al enemigo en casa.


Se bebía mucho y se bebía mal, cuando había guerra o cuando era domingo; el furor por los copazos fue lo que convirtió un emblema moral en la necesidad de una categórica ley federal.
Se cuenta que las sufragistas entraban a los saloons, bastón en mano, y destrozaban las botellas de licor, antes de ser expulsadas a empellones.


Muchos sacerdotes clamaban que el Diablo se cocía en la alta graduación, en esas chispas que embotan el cerebro y sacan la tontorrona bestia que todos llevamos dentro.


La civilización no conjugaba con esa hidratada locura, rezaban.
El buen americano, que vivía en las tierras del interior, a Dios rogando y con el mazo dando, encontraba la culpa de todos los males en las apestosas ciudades, trufadas de inmigrantes escandalosos y juerguistas.


Esos ángeles de caras sucias y petacas plateadas, que caminaban entre calles serpenteantes y bajo ropa tendida que pendía desde las ventanas.
La América ancestral, la moralista, la espiritual, la antiespiritosa; esa fue la que quiso cerrar el grifo para limpiar el país y cobrarse el Cielo.


Para el tiempo en que la Prohibición se acercaba, los abstemios eran un poder político a todos los niveles, de influencia irrebatible.
Se escudaban en la templanza como el mayor valor al que la sociedad norteamericana podía aspirar.


Durante la Primera Guerra Mundial, sus esfuerzos se vieron recompensados y la legislación se puso en marcha.
Desviar el dinero de la producción de alcoholes para apoyar las campañas bélicas se hizo su mejor proclama para ganar.


Cuando la Prohibición se aprobó, la guerra ya había terminado. Fue en 1920, bajo la llamada Ley Volstead.


Suscitó un rechazo brutal e inmediato, mientras su aplicación se hacía completamente desastrosa desde el primer día.


Las dos organizaciones federales encargadas de cazar a los contrabandistas apenas tenían medios para introducirse en cualquier recoveco de la vasta y complicada geografía norteamericana.


El alcohol siguió produciéndose y consumiéndose, cual mentira piadosa, dentro de una vida nocturna que no paró, sino que se volvió más peligrosa y canalla.
Reinaban los licores de pésima calidad, a veces envenenados a conciencia, bajo la prototípica conversión de un producto adictivo en delito.


En las montañas, se fabricaba el moonshine, nombre con el que se designaba el licor casero. Moonshine, brillo de luna, o lo que se siente con las mejores turdas.


Los contrabandistas del interior recibieron el nombre de moonshiners, pobres diablos que amañaban los motores de sus vehículos para escapar más rápido de las autoridades.


El gangsterismo era un hecho.
A través de ríos, lagos y puertos, el contrabando de alcohol hizo millonarios a los legendarios capos del puro y la Thomson.


Las ciudades se hicieron campos de batalla, cuya piedra de toque, la caponesca Matanza de San Valentín, condenó a la Ley Seca y favoreció su revocación hacia 1933.

La imprescindible serie "Boardwalk Empire" nos cuenta la Prohibición como una estrategia de políticos corruptos, que apoyaron la ley hoy para lucrarse del contrabando mañana, ganando dinero de un modo insano y creando ciudades del vicio y la disipación.


Los años veinte se vivieron malditos. Estaba prohibido beber, pero era muy fácil empinar el codo.


El consumo de alcohol por persona disminuyó, pero los problemas derivados jamás cesaron.
Muchas mujeres habían pedido la Prohibición para que sus maridos no aparecieran en casa como bestias pardas de aliento a scotch; desgraciadamente, eso jamás se solucionó con leyes.


La Prohibición tardaría en revocarse en algunos Estados. Los moonshiners montunos se hicieron santo y seña de apartados pueblos y extensos valles durante décadas.
Aún quedan localidades estadounidenses donde perviven restricciones sobre la producción, venta y consumo de alcoholes.


Restó una era fascinante.
La misma época retratada en "El Gran Gatsby", donde el melancólico millonario riega sus saraos insomnes con licor extranjero.


Y atestiguó el amanecer de la música jazz, beneficiada del carácter errante de los seres de la Depresión y del florecimiento de los nightclubs.


Fueron trece años secos de forma, hidratados de facto, que buscaron el entusiasmo en el frenetismo jazzístico, con las redadas a la hora en punto y las balas zumbantes sobre las cabezas de tales cuerpos viles.


Borrachos todos, para vivir, olvidar y quién sabe más.

3 comentarios:

Athena dijo...

El matrimonio Charles no hubiera sido lo mismo con la Ley Seca. Lo mejor de esta pareja son las docenas de martinis y de todo tipo de alcohol que beben en las películas.

Josito Montez dijo...

Pero Nick y Nora empinaban el codo en el cine cuando ya no estaba prohibido. En 1934, año de estreno de "The Thin Man".

Athena dijo...

Claro, por eso lo digo, porque si hubieran sido de la época de la Ley Seca, no habría sido igual. Beber e investigar van unidos en esta pareja ;)