viernes, 3 de febrero de 2012

En la Cama de los 'Swingers'


¿Revolución sexual o diagnóstico de aburrimiento?
En toda cama que se precie moderna, la pregunta ha sido la misma. ¿Pervivirán el amor y el respeto si añadimos un valor extra a nuestra monógama ecuación?


En la Norteamérica de los setenta, se empezó a hablar del intercambio de parejas, la orgía y otras formas de fiesta sexual.
La leyenda cuenta que, además, se materializó con furor entre la burguesía norteamericana, que había encontrado la mejor manera de soltarse el pelo.


El swinging o cambio de parejas es respuesta a un deseo más viejo que el tiempo.
Marx y Engels lo criticaron como un pecado esencialmente burgués; el hombre, no satisfecho con sus esposas y sus prostitutas, encuentra el encanto en seducir a la mujer de su amigo.


La tradicional monogamia de las sociedades obstaculizó el anhelo, y la cosa no encontraría su autopista de velocidad hasta mediados de la década de los sesenta.


Sucedía al compás del naturalismo hippie, que aseguró que el cuerpo es de todos y de nadie en particular.
Pero su hora de la verdad fue la píldora anticonceptiva, que llegó como caída del Cielo.


La película en la que se miró la generación se llamó "Bob & Carol & Ted & Alice", comedia de maneras, que venía a presentar las alegrías y problemas de abarrotar el catre con los amigos.


El intercambio de parejas estallaría en la desnuda y frenética década de los setenta.
Se desataban corsés de represión y gobernaba la frivolidad; todo para ponerse en hora con la desencantada era de "Garganta Profunda", el Watergate y la crisis energética.


En el swinging de los setenta, floreció el club liberal, pero también se popularizaron las reuniones en casas, donde el sexo se presentaba como juego y charada.


Allí estuvo la moda de "la fiesta de la llave", donde los hombres dejaban las llaves de sus vehículos en un recipiente.
Cada mujer debía elegir una al término de la fiesta, para marcharse con el propietario de la llave escogida.


La proliferación y vigencia de estas celebraciones en la sociedad norteamericana es discutible.
En cualquier caso, siempre fue una cuestión de clases acomodadas y privilegiadas, las mismas que leían estudios sexológicos en las revistas y se les hacía la boca agua.


La disipación de los lechos tuvo un freno considerable con el giro conservadurista de los años ochenta, cuando el estallido del SIDA se hizo muro infranqueable.


Sin embargo, sobreviviría la cultura del intercambio de parejas y la orgía, de manera subterránea, haciéndose exclusiva y exigiendo serologías como apuesta inicial.


El homo swinger de los setenta tuvo su más intuitiva mirada cinematográfica en "La Tormenta de Hielo", dirigida por Ang Lee.


La presunta "revolución sexual" hacía acto de aparición en una gélida localidad residencial, donde meterse en la cama del vecino no evidenciará más que la infelicidad crónica y la desazón del hacerse mayor.


Asoman las deudas morales con los hijos, testigos del desenfreno de sus padres.
Situación especialmente conflictiva cuando la liberación de los mayores coincida con el despertar sexual de los adolescentes.


La serie "Swingtown", que pasó fugazmente por la CBS en 2008, planteaba la ruptura de la monogamia como nube de verano para un matrimonio en plena ascensión social.


En un tono más festivo y cálido que "La Tormenta de Hielo", "Swingtown" indaga en los cambiantes roles del hombre y la mujer en los setenta.
Se mueven entre la curiosidad, la pervivencia del machismo y la desorientación; sensaciones y emociones que puntualizan toda liberación.


El concepto de familia burguesa se tambalea.
Toda una paradoja, al producirse a través de un comportamiento tan extremadamente burgués.


Para los amantes de los setenta y la temática swinger, los trece episodios de "Swingtown" son un placer garantizado.


Diseñado para evitar la infidelidad, acatado para sofocar la voracidad sexual, el swinging setentero fue vida de luces y oscuridad de dormitorios, mientras buscaba preguntas a su porqué, sin poder responder ninguna.
Muchos cuerpos y mentes demostraron no estar listos para recorrer ese campo abierto, mientras otros simplemente se entregaron y disfrutaron hasta que acabó la fiesta.


En todo caso, fue la portada del inicio del verdadero frenesí.
A partir de entonces, hablar de sexo sería necesario. Y practicarlo, lo políticamente correcto.


La revolución sexual no consistió tanto en follar mucho como en convertir el ñiqui-ñiqui en la magna obsesión social.


Obsesión calibrada, decidida y espoleada por los medios, siempre primeros en llegar a todas las fiestas.

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