viernes, 20 de mayo de 2011

Sobre La Revolución


Llama a las palabras mayores de la Historia.
No alude sólo al levantamiento popular ni significa necesariamente el triunfo del espíritu humano.
La revolución es el mundo patas arriba, donde un modo se vida se desintegra y se sustituye inmediatamente por otro.


Los historiadores han querido definir y distinguir el término.
La revolución no debe confundirse con las revueltas, las guerras de independencia, los impulsos reformistas o los conflictos generacionales.
Es un magno accidente de la Humanidad, complejo y terrible, donde confluyen acontecimientos inesperados y causas profundas.


Para muchos, sólo existen dos revoluciones válidas en la Historia: la Neolítica y la Industrial.
Son las que auténticamente cambiaron la faz de la Tierra, sin posibilidad de retroceso.


Pero el estruendo de otros desórdenes sistémicos no debería ser menospreciado.
Liberales europeos y comunistas orientales cambiaban Estados heridos de muerte en siglos pasados, dentro de giros radicales.


El caso de la Revolución Cultural China es sencillamente espectacular.
Una civilización milenaria pierde su ancestral capacidad de influencia, y la dragona maquinaria se vuelve un castillo de naipes en un abrir y cerrar de ojos.


La revolución política se ha vestido de romántica, porque su ideario llama al fin de la opresión y busca un mundo mejor.


Pero la revolución no garantiza un resultado positivo para el alma de los pueblos; es una mutación traumática, vivida como una guerra civil, donde unos perecen y otros sobreviven, unos florecen y otros desaparecen.
Invocarla significa que todo lo que conocemos debe morir.


¿Es tiempo para la revolución? ¿Ha perdido el Occidente capitalista su poder de convicción?
En cualquier caso, la revuelta popular no es nueva y se sabe bien cómo asimilarla. Esa es la triste verdad.
En los sesenta, se vivió el primer fallo sistémico a nivel ideológico y, también, su primera absorción.


Ante crisis económicas y arrebatos imperialistas, el individuo se siente alienado y se harta.
Pero se pierde el norte desde el momento en que esa protesta se convierte en moda.


Hoy es inmediato; una buena intención se hace 'chic' desde que la prensa refleja su inesperado impacto social.
Pierde frescura, se vuelve inofensiva y se entiende como inevitable arista de la sociedad, ante la sonrisa satisfecha del poder.
Si decadente es el sistema, decadente es también su tradicional respuesta.


Como genuino fenómeno posmoderno, las revueltas actuales están llenas de sentimientos, pero son incapaces de expresar sus objetivos.
El futuro no es el lugar del mensaje único, como predecía Orwell.


Es un mundo aún más complicado, porque es el páramo de la información múltiple y simplificada, donde impera la necesidad de posicionarse rápidamente y manifestar opinión.
Y, de paso, demostrar ignorancia a todo tren.


Los eslóganes de las manifestaciones son bellos, emocionales, convincentes.
También son terriblemente ingenuos. Pero dudar de ellos significa aguar la fiesta.


Mientras, los medios de comunicación quieren reflejar su último espectáculo: los fachas asumen su papel de villanos, la masa se cabrea, los periodistas tienen orgasmos.
Al final, nadie sabe a dónde va nada. En realidad, nadie se fía.


Es indudable que ciertas reformas se consiguen con presión popular. Pero la transformación real y profunda está muy lejos.
No se pueden enmendar décadas de conformidad con una semana de furia. Porque, mientras dormíamos, el poder verdadero se elevó, sofisticándose y distanciándose de cualquier alcance.
Su paradero ya es desconocido.


Encontrarlo es la clave, pero luchar contra él significaría inmolarse.
Y el sacrificio en Occidente es sólo una palabra que suena a melodrama viejo.


Porque, ¿quién protagonizaría la revolución? ¿La misma sociedad que vive adicta a la corrección política? ¿Que está obsesionada con la seguridad personal? ¿Que jamás se ha atrevido a contestar a sus jefes?
La revolución es para kamikazes, contada desde el momento en que no hay nada que perder.


¿Cuál es la respuesta? ¿El camino se hace andando?


Ante este universo de mensajes, tan prefabricados, tan hipócritas, se debería empezar por asumir un par de verdades terribles y, al mismo tiempo, rechazar unas cuantas mentiras hermosas.


Quizá el auténtico cambio ocurrirá el día en que no aceptes ni tu propia mierda.

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