viernes, 2 de julio de 2010

Inmortales de Necesidad


Se dice que no hay fórmulas infalibles en la industria del espectáculo.
Los públicos son tan inesperados como las épocas, y los gustos y los aborrecimientos se suceden de manera anárquica, sin que pueda suponerse una teoría correcta al respecto.


Pero a todo el mundo le gustan los vampiros.
Junto al "chico conoce a chica", la ecuación más vigente del entretenimiento podría ser perfectamente "vampiro muerde a mortal".


Los vampiros y sus problemáticas dan el mejor juego posible en el cine, porque son pura imagen; la dicotomía luz-oscuridad, la importancia de los objetos, sus funerarios ambientes y la espectacularidad de sus apariciones.
Y, por supuesto, no hay nada más cinematográfico que una buena sangría.


Los nosferatu llevan siendo reyes desde hace mucho tiempo.
Son los hijos más exitosos del neogoticismo, que, durante el siglo XIX, buscó imágenes seductoras en el pasado medieval de las naciones.


Entre ellas, se encontraron las leyendas paganas de los vampiros, aquellos seres sobrenaturales que se levantaban de sus tumbas, erraban en la oscuridad y se alimentaban de sangre como murciélagos.


Estaban asociados con la decadente y corrupta nobleza centroeuropea, cuyas aficiones favoritas eran la cruenta guerra y la cruda orgía.
A veces, se confundían los términos de ambas; la destrucción y el orgasmo quedaron indisociados.


En la Inglaterra victoriana, las damas y los caballeros, de estricta moral y atendida perseverancia, tenían mucho que temer de semejantes bestias.
Así, se gestó la obra fundacional del furor vampírico: "Drácula".


El misterioso y envolvente señor de Transilvania llegaba a Londres con la necesidad de corromper a todos los civilizados del corsé.


Tanto hombres como mujeres sucumbían finalmente a la humillación sexual propuesta.
Los colmillos se clavaban con fuerza, arrancaban la pureza y hacían brotar la sangre.
Se devoraban los fluidos y el cuerpo se retorcía.
El acto brutal provocaba vergüenza, resaca, fiebre y palidez. Pero, sobre todo, adicción.


El lado erótico de los vampiros es la clave de su renovado éxito. Y hoy en día, es lo que más se potencia.
Los chupasangres ya no son criaturas terroríficas; ahora son los tíos buenos con los que es una suerte tropezarse.


El "Drácula" de Coppola no fue el primero, pero sí fue quien difundió la tendencia en auge; es decir, los vampiros que se enamoran de sus potenciales platos de comida.


El componente morboso y golfo se incrementa con la revelación de que estos señores de la noche pueden tener conciencia, culpa y sentimientos.
Han buscado el amor a lo largo de los siglos que llevan sobre la Tierra, y están seguros de haberlo encontrado.


Los adolescentes, tan sensibles a la oscuridad y a los amores ribeteados de imposibilidad, son los objetivos más fáciles de atraer por cualquier dramatización del mito que se precie.
A estas alturas, el vampirisimo teen podría considerarse como todo un subgénero.


La mayoría de las más populares películas y series de vampiros que se fabrican hoy tienen muy poco de originalidad.
Sólo cortan, copian, pegan y retunean; como buenos posmodernos, en los casos más afortunados, como aburridos poschorras, en otros.


En definitiva, hay un largo trecho desde la sofisticada "Déjame Entrar" hasta la entrañablemente cursi "Crepúsculo", pasando por la rocanrollera "True Blood".


Pero las tres entregas de lo colmillo evidencian ese deseo de las audiencias, que se presta tan eterno e inmortal como las no-vidas de los no-muertos a los que adoran.


¿Cuándo quedamos, señor monstruo?

1 comentario:

Adriana Menendez dijo...

“como buenos posmodernos, en los casos más afortunados, como aburridos poschorras", me encantó la frase, tanto como la tercera temporada de True