viernes, 15 de abril de 2011

Recreando El Placer


Es el extásis del fotograma, la ilustración del polvo ajeno para la paja propia, la cámara sobre el rostro retorcido por el placer recreado.
Son imágenes de penetraciones, felaciones y otras prácticas sexuales, reflejadas con compulsión, contundencia y elementariedad.


En sentido amplio, pornografía alude a cualquier tratado de lo obsceno.
Con el tiempo, se ha identificado exclusivamente con las obras que usan el sexo explícito como el motivo mismo de su creación.


Hay porno en la literatura, el cómic o la prensa.
Pero el cine y el vídeo han sido el gran escenario y el último triunfo de la pornografía.


Por primera vez, la imagen podía ser rápidamente intercambiada y difundida, ilustrando situaciones sexuales en tiempo real.
Imitaban la realidad, y la transgredían al mismo tiempo.


Siempre se ha tropezado con un problema moral.
¿Es el porno una forma de prostitución que perpetua la explotación de los cuerpos? ¿O simplemente un sincero exposé de orgasmos propios y asistidos?


Si el drama hace llorar y la comedia hace reír, el porno provoca erecciones, desamarra líbidos y promete eyaculaciones.


Las críticas más tradicionales se han centrado en el machismo que impera en la inmensa mayoría de la pornografía para heterosexuales.
En los recursos estéticos y las líneas argumentales de estos títulos, muchos y muchas observan la sola realización de las fantasías del macho.


Mujeres desorbitantes, prestas y dispuestas frente a hombres príapicos y escasamente atractivos, dentro de una misión sexual que termina en el momento de la eyaculación.
Viene a decir que el interés del hombre por la mujer finaliza cuando se corre.


Parafraseando al psicoanalista Slavoj Zizek, el porno paga un precio.
Del modo en que explicita el sexo, se censura a sí mismo de toda emoción y profundidad.


El porno, sea cual sea su forma o intensidad, es la garantía de la frivolidad.
Enseña cómo se folla, pero, en realidad, nadie aprende auténtico sexo viéndolo. Porque no hay olor ni intención ni mirada; sólo mecánica, morbo y distancia.


De las sórdidas salas a los confortables dormitorios, el porno ha sido una industria siempre creciente.
Es especialmente potente en la reprimida súper potencia, donde follar es psicológicamente complejo y se necesita, más que en ningún sitio, la contrapartida del sexo fácil next door.


En los noventa, las estrellas del porno se revelaron más que nunca.


Algunas incluso pudieron transitar a pantallas convencionales, pero jamás han podido librarse de semejante imagen hipersexualizada.


Maneras de abordar la pornografía hay miles.
Están las que sitúan el polvo dentro de un argumento jocoso o situación cotidiana, donde el sexo actúa como catalizador de pasiones.


Otras se limitan a reflejar el sexo simple, llano y duro, confiando en el atractivo de los intérpretes, la potencia de la fotografía y la seducción del escenario.


En sus formas depravadas o ilegales, la pornografía es más nociva y detestable que nunca, donde el elemento paradisiaco del porno más convencional se sustituye por imágenes de corrupción, violación o degeneración total.


Ante cualquier tentativa de moralizarla, la pornografía en su modo más sano tiene la satisfacción del espectador como noble intención.


A estas alturas, debería ser considerado un género cinematográfico, pese a su condición explotativa y tremendosa.
Como cualquier creación que aspire a conquistar, lo suyo siempre ha sido despertar fantasías.
Y alguno de sus mejores empeños han otorgado auténticas piezas maestras de placer y morbo.


Siempre nos recuerda una gran verdad: el mundo sería muchísimo mejor si folláramos más.

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