viernes, 25 de febrero de 2011

Asesinos


La malicia los define, según cuentan las leyes de la Tierra.
Se puede matar por accidente, por defensa propia o por cuestión de guerra.
Pero sorprender al otro, aprovechar su momento de debilidad y matarlo por capricho sólo se entiende como un asesinato.
Cuanta más brutalidad desprenda, cuando se esconda, cuando se involucre con otro delito, la indignidad crecerá, al compás del agravante.


Los asesinos imponen sus motivos al confesar sus actos, pero la humanidad jamás ha encontrado ninguno válido para asumirlos.
La vida es el bien preciado. Y arrebatarla al estilo Caín e incumplir el quinto mandamiento suponen la última mancha del alma y la definitiva ofensa a la sociedad.
Perdonarlo se hace tarea imposible; quien quita la vida, ni siquiera merece seguir teniendo la suya. Así piensa el mundo.


De manera ancestral, se imponía el ojo por ojo.
Pero las penas capitales y las venganzas a cuchillo desprenden la sensación de que matar al matador no limpia la sangre ni barre la tristeza.


"No me cuentes esa historia de muerte, que me desmayo del morbo". Algo parecido dirían las damas de anticuados protocolos, cuando los fabuladores de las viejas cortes les narraban folletinescas intrigas, bien salpimentadas de homicidios.
Casi todas las películas, novelas y series cuentan misteriosos asesinatos, aunque muy pocas de ellas se planteen abordar el verdadero significado de la muerte más horriblemente injusta.
En realidad, la han frivolizado hasta límites alarmantes, quizá para encubrir que la nuestra es una existencia incomprensible.


El humor inglés ha usado el asesinato como parte de su escenografía macabra, y se vive como un juego de ironía, una fiesta de máscaras, donde el culpable aparece al final.
El asesino revelado puede llorar y suplicar a Dios que no lo lance al Infierno.
O puede moverse con cinismo, poner una excusa nietzschiana y terminar por despertar una inquietante simpatía entre los demás.
Al fin y al cabo, el asesino es ese que hace lo que muchos sueñan: acabar con quien no se soporta.


La ficción norteamericana prefiere contar la vida y muerte de los asesinos con resonancias épicas y sensibilidad melodramática.
En el clímax, se rompen los espejos, se agitan las cortinas y el homicida cae de rodillas, asegurando que no es él quien ha matado; ha sido su pasado quien actuó, es su infancia quien habla.


En Estados Unidos, se mata mucho.
Más allá de los asesinatos pasionales y las muertes de la delincuencia, aparece el magnicidio calculado.
Los serial killers son castrados mentales, maniáticos ritualistas, que consideran la muerte ajena como el único fuelle de su existencia.
Son irreversibles, siempre matarán, aseveran los expertos.


Trazan sus odiseas de horror a través de la inmensa geografía de los Estados y a lo largo del incalculable tiempo de las décadas.
Cuando son descubiertos, ni la estimación más acertada puede acercarse al conteo de los cuerpos que han dejado atrás.


El mundo trata el asesinato como una disfunción sintomática y, a veces, como una prueba de psicopatía.
Investigadores, periodistas y psicólogos han preguntado: ¿Por qué lo has hecho?
Porque no lo soportaba. Porque me dijo que no. Porque es divertido. Porque Dios me ordenó hacerlo. Porque odio los lunes.


Se ha intentado entender el problema y darle una cobertura psicológica y, así, aspirar a evitarlo.
Pero el asesinato se dice impreso en las sociedades.


No sólo en sus individuos defectuosos, sino cuando irrumpe inexplicablemente, como un virus que se mete en aquellos que nunca pensaron en matar.
De un día para otro, la brutalidad está servida en la mesa y no se marchará.



Mientras, la sangre de los asesinados nutre por siempre el suelo de los pueblos, de las ciudades y de los campos.


Lloran en medio del vacío, y el eco devuelve las mismas preguntas que ni Dios puede contestar.
¿Por qué entonces? ¿Por qué a mí? ¿Por qué así?

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