viernes, 20 de enero de 2012

Horizonte Azul


Las ceremonias de premios tienen efectos secundarios.
Cuanto más gustan, peor sientan. Provocan una gran euforia en el espectador, pero también un horrible desconsuelo por todo lo que allí se vive.


Porque, ¿a quién no le encantaría ser nombrado, aplaudido y revestido de oro por hacer bien su trabajo?
Son la gloria y la fama, unidas en un escenario polivalente, donde ganan los justos y los arribistas, los grandes y los pequeños.


Esas galas nos traen la intensidad del último momento de una escalada, imagen que se opone a la plana rutina que invade la existencia de la gran mayoría de los mortales.


Nunca ganaremos un Oscar, deberías saberlo. Y, con toda probabilidad, nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto.
Los medios de comunicación nos han engañado tanto que esa verdad incuestionable se hace dolorosa, especialmente para todos los que sueñan con la trascendencia del espectáculo.


No se trata sólo de la victoria, sino de la naturaleza misma del arte escenificado; es un triunfo total, porque representa la más impactante expresión de los sentimientos humanos.
Desde el ensayo hasta el galardón, se cuenta la vida de los artistas famosos, que prorrumpen en reverencias y nerviosos speeches en pudorosa reacción ante lo ensordecedor.


Hollywood es primera instancia de celebridad derrochada, rozando la obscenidad en muchas ocasiones.
Ha contado la fama como el mejor esquema explicativo del capitalismo.
Cenicientas y Cenicientos de sitios ignotos llegan a Los Ángeles, muertos de hambre e ilusiones, para terminar siendo iconos de luz y melodrama.


Embriagados de esa promesa de reinvención, cientos de miles se han subido en el tren hacia Tinseltown, para cambiarse el nombre y olvidar el pasado.
Casi todos acaban en el vertedero dispuesto a tal efecto: prostitución, desazón y demás horrores, cuya más vívida expresión fue el cadáver de Elizabeth Short, "la Dalia Negra".


"The Day Of The Locust", durísima novela de Nathanael West llevada al cine por John Schlesinger, nos contó que la histeria mitómana del público estaba íntimamente relacionada con la Depresión.


Fue entonces cuando nació la desesperación por la fama y el aplauso como fenómeno sociológico de largo alcance.



Porque si hay un espectáculo que deba continuar, ese es el del público que grita, se mea y se marea.
Sin esa audiencia y sus bipoláricos estados de ánimo, el show business no existiría.


Hollywood se ha vendido de manera muy efectiva. Una gala de los Oscars debe provocar más oleadas de inmigración que casi cualquier otra cosa.
Nos presenta esa fachada de gran lotería. No te va a tocar en principio, pero, por si acaso, compras un boleto y rezas.


A la vez, ha disuadido de sí misma. En películas como "Ha Nacido Una Estrella", nos contaba que el camino del harapo a la riqueza significa un corazón roto.
Ante los rigores del duro trabajo que conlleva ser un artista, se pierde mucho y la victoria puede ser amarga, breve o volverte loco.


Esas ceremonias de premios tan adoradas son, en realidad, una actuación más para todos sus protagonistas que, precisamente, son actores.
Adoptan cara de chispa y diversión, dentro de una velada diseñada, entre otras cosas, para saciar sus desproporcionadas vanidades.
Es decir, un bonito paripé.


La vida del espectáculo es ganarse la leyenda con espejos reflectantes y emociones al minuto indicado.
Conseguir esas glorias no tiene que ver necesariamente con el mérito ni el talento ni el justo destino. Sólo con un timing perfecto.


Querido mío, nunca ganaremos el Oscar. No son nuestros esos horizontes de oro.
Sólo la vida, tal y como es, con sus meandros, sus descorazones y sus caminos sin salida. Un horizonte azul.


La pregunta es porqué yo no quiero creerme ese horizonte azul.
Sigo arrullado en la promesa de que mañana pueda escribir la gran historia que me lleve por el camino de los aplausos, los premios y los discursos de agradecimiento.
No alcanzar esos escenarios es peor cuando todos te han dicho siempre que los mereces. Se hace aún más imposible renunciar y, desde luego, no se olvida nunca.


Quizá decida hoy batallar contra la pereza, la inseguridad y la falta de oportunidades, por aquello de que nunca es tarde si el mundo te espera.
Mal me enseñó la O'Hara. No hay que dejar nada para mañana.


Como último remedio, podré esperar que mi madre haga como la de John Kennedy Toole, aquella que abrió un cajón y encontró "La Conjura de los Necios", la obra de un genio desconocido, publicada once años después de su suicidio.


La cuestión será rellenar mi cajón.
Quién sabe. Para ganar la lotería, hay que comprar necesariamente el boleto.

2 comentarios:

Alejandro Lagarda dijo...

Te adoro :) Cuando leo lo que escribes me cuesta comprender porque hay tanto mamarracho a los que llaman periodista o escritor cuando existe gente con verdadero talento e inteligencia como tu.

Un abrazo

Anónimo dijo...

Todo es ponerse, no será por falta de talento en tu caso... Las entregas de premios del cine sirven sobre todo para engordar egos y cotillear de escotes y pajaritas...