lunes, 6 de junio de 2011

El Momento Cumbre


El cine se cuenta a través de memorables imágenes. O, mejor dicho, según grandes momentos.
Es significativo que muchos cinéfilos recuerden sus títulos favoritos destacando las mejores secuencias y olvidando los argumentos.


"Psicosis" es, ante todo, la película del asesinato en la ducha. Su historia de devoción maternal siempre queda en un segundo lugar de apreciación.
Y de su laberíntica trama, nadie se acuerda.


Porque el cine es más estilístico que novelesco, más expresivo que discursivo.
En realidad, nunca han importado demasiado las historias en las películas, sino el modo de venderlas.


Gran parte de la narración cinematográfica se concibe como una trayectoria hasta la cumbre.
En el clímax, queda claro: el cine es una demostración de poder artístico.


Las grandes secuencias representan la sublimación de la fotografía, el diseño de producción, el montaje, el sonido, la puesta en escena y las estrategias emocionales del guión.


Suenan violines, se acentúan colores, los protagonistas se miran, los ojos brillan e irrumpe una frase decisiva.
Como resultado, la platea al borde de las lágrimas.


La espectacularidad de lo audiovisual siempre se ha impuesto por encima de cualquier otra consideración.
El público ha respondido de esa manera: prefiere las películas que se cuenten en imágenes y acciones, sean manipuladoras y eviten la parrafada.


Hasta en épocas donde el guión era decisivo, la historia profunda era nada.
Gran parte de las películas del viejo Hollywood contaban exactamente lo mismo, mientras confíaban en la chispa del escenario y se supeditaban a los trucos de los guionistas.


Hitchcock fue quien nos habló del mcguffin, o la excusa argumental.
En "Notorious", la intriga es apenas entendible, pero a nadie del público parece importarle.
Todos se concentran en sentir y sufrir los picos de tensión, aquellos donde Ingrid Bergman está al borde de ser descubierta por una horda de nazis.


La búsqueda de peligro, vértigo, morbo y otras precipitantes sensaciones eran la principal preocupación del gran Alfred, más maestro de ceremonias que narrador de cuentos morales.
Los argumentos eran un puro relleno dentro de sus malvadas flores audiovisuales.


El posmodernismo ha acentuado aún más la búsqueda de la imagen rutilante.
La publicidad y el vídeoclip se hacían evidencias del poder de la contundencia audiovisual.


En cierta entrevista, Bertrand Tavernier criticaba a todos los cineastas actuales. "Parece que se saben el cine de memoria", sostenía.


Secuencias clásicas son continuamente reversionadas por muchos directores contemporáneos.
Les otorgan un nuevo sentido dentro de historias distintas o, simplemente, se calcan por puro placer plástico.


¿El triunfo del estilo sobre la sustancia?
Los más intelectuales han atacado duramente la manipulación coordinada, y han propuesto que el cine deba desnudarse.


Una iniciativa nacida en los sesenta por directores europeos, que continuó hasta llegar al Dogma.
Fue ésta una proclama de austeridad, que pretendía desterrar los violines y cualquier otra composición artificial de la secuencia cinematográfica.


Viendo los frutos resultantes, se evidencia más que nunca el error de la presunción. Porque cualquier película nace compuesta y se siente extrema.


El cine nunca fue realidad, ni siquiera pretendió desvelarla.


Incluso cuando se ha querido moral y se ha proclamado político, ha sabido bien que una imagen excesiva vale más que mil palabras tranquilas.

3 comentarios:

Juan Enrique Vicuña dijo...

Encontré este blog por Adriana Menendez. Es muy interesante y quisiera seguir visitándolo. Saludos.

Josito Montez dijo...

Muchas gracias, Xixe. Esta es tu casa.

Mae dijo...

Al momento cumbre siempre lo he llamado "ahora viene cuando la matan"