viernes, 17 de junio de 2011

El Día del Espectador


Cierto día, dejaré de ser un espectador.
Me despertaré y no tendré nada que leer, nada que ver, nada que opinar.
Los dramas, las aventuras y los problemas no serán cosa de otros. Por fin, de manera justa, para bien o para mal, me ocurrirán a mí.


Nunca más devoraré pantalla, ni leeré titulares ni responderé con ruido.
Ya no formaré parte de los que aplauden, abuchean, se aburren, se mean, se marean.
Cierto día, la electrónica se apagará sola, y todo lo que fui será un chiste comparado con lo que seré.


¿Tendrá la vida un sabor distinto? ¿O vivir delante de una pantalla es mi máxima aspiración? ¿Es lo mejor que me pudo pasar? ¿O el premio justo que merezco?
Quién lo sabe. Como buen privilegiado, como ser de Occidente, me quejo mientras bostezo.


Delante de la vida de otros, ficticia o no, saciamos la sed de existencia veleidosa.
Somos el público, los espectadores, la audiencia.


Tenemos la última palabra, la definitiva opinión. Bajo nuestro juicio sumarísimo, caen los grandes y se glorifica a los pequeños.
Las reacciones se miden en audímetros de superficialidad, aullidos de descontento y modas de un día.


No se atiende al detalle, no se cuenta el matiz. Luz, color, melodrama y balones que marcan gol; así se construyen todos los espectáculos favoritos.
Las epopeyas de plástico se cuentan con vericuetos, lacrimogenia y finales que lo cierran todo.


Nosotros, el público, siempre tenemos algo que decir. Incluso cuando no tengamos mucha idea de casi nada.
No hay quien calle al corral.


No nos gustan las segundas partes, pero vivimos por ellas.
No queremos que nos estafen, pero ya ni siquiera tienen que señalarnos cuando reír, llorar o gritar.
La pantalla ha sido el mejor maestro, contando la vida de una manera sencilla y domesticable.


El problema es que nunca pensamos que nos sucediera a nosotros. Por eso, tememos a la desgracia y la muerte cuando llama a nuestra puerta.
Creemos que esas cosas sólo deben ocurrirle a los héroes de la televisión.


El poder y el consumo conquistan los sentidos y los hacen adictos a palabras amables, a sagas de familia, a promesas de revolución, a gente que odiar y querer.


Decimos sentirlos, pero nunca los hemos tocado.
Y, si genuinas verdades intentan salpicarnos, el botón de "Apagar" se hace arma infalible.


Mañana dejaré de ser un espectador.
Será cuando encuentre el mando a distancia, le dé un beso de consuelo y le diga que lo nuestro ha terminado.
Qué tristeza la mía. ¿Quién dijo que los espectadores no aman?

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