miércoles, 15 de diciembre de 2010

La Belleza de "Frankenstein"


El ser humano era capaz de todo. Podía desafiar lo que hasta entonces era imposible. Había inventado la electricidad y el vuelo dirigido. Combatía la enfermedad y burlaba a la muerte.
Sí, era capaz de cualquier cosa. O así lo parecía en el siglo XIX.
La imaginación de los escritores se disparaba cuando leían las noticias sobre los avances de la ciencia. ¿Darwin tenía razón? ¿Hasta dónde se podía llegar?


Cerca del lago Leman, llovía y tronaba.
En pleno retiro intelectual, cierta señorita soño una inmortal historia de inmortalidad. ¿Y si un chispazo de esta tormenta pudiera levantar a los mismísimos muertos?


Imaginó entonces el cuento de un científico que decide cometer la definitiva ofensa a los dioses: construir vida a partir de la muerte.
Victor Frankenstein creaba un hombre compuesto de jirones de pieles de cádaveres, cosido y atornillado, insuflado de resurrección en un insensato laboratorio de experimento y obsesión.


En "Frankenstein" no sólo se habla de los límites de la ciencia, gran tema literario de la época. También se expresa el mayor pecado de los que se creen evolucionados: la infinita vanidad.
La convicción de Victor era la convicción de su tiempo. Podía llegar hasta donde quería si se lo proponía.


En "Frankenstein", Victor acaba olvidándose de su moral, de sus deberes familiares y sentimentales y, finalmente, de su dignidad.
Su creación no es divina. Pero, en cambio como Adán a Dios, le sale brutal y contestón.
Lo expulsa del Paraíso de la civilización, y la Criatura no hará más que volver, irracional y vengativa.
Dueño arrepentido y producto rebelde se perseguirán por siempre hasta los confines de la Tierra.


Mary W. Shelley publicó esta historia en 1818, producto de su famosa estancia en Ginebra.
En una lujosa residencia, se reunieron Lord Byron, Polidori, Mary Shelley, su hermanastra, Claire Clairmont, y su marido, Percy B. Shelley.
De esa reunión de luminarias, sexualmente muy cargada y mistificada por la tormenta, surgieron varios relatos de terror.
"Frankenstein" fue el mejor de todos, la gran novela de una mujer extraordinaria que, por entonces, sólo tenía dieciocho años.


"Frankenstein" formó parte de la iconografía terrorífica de la sociedad industrial, y se hizo definitiva gracias al refrendo que obtuvo del cine.
Desde los orígenes, el "moderno Prometeo" fue contundente excusa para ofrecer potentes imágenes. La aparición de la Criatura, salvaje amasijo, se hacía pura hipnosis del cinematógrafo.


La versión más famosa e insuperable fue cortesía de la Universal, que redefinió las líneas básicas de la leyenda frankensteniana.


Boris Karloff incorporaba a la atornillada Criatura en 1930.
En la dirección, se encontraba el maestro James Whale, que reorientaría el foco de atención: la estrella no era Victor Frankenstein, sino su creación.
Así, aparecía la secuencia más famosa de la película y uno de los instantes más sobrecogedores de la Historia del Cine.


El monstruo, la niña y el estanque supone una escena llena de poesía: la violencia inevitable de los nunca queridos, la tristeza de la inocencia, la insignificancia de la vida.


Y, tras ello, irrumpe el deslumbrante momento de la persecución, las antorchas y el bosque, con la culminación del linchamiento en el molino.


Todo lo anterior fue cosa de Whale; no está en la novela.
Simplemente, hizo a la historia de Frankenstein mejor de lo que ya era, centrada en ese deforme hombre que contesta con terror cuando todos gritan a su paso.


Años más tarde, Whale apretaba las tornas con una delirante secuela convertida en clásico de calibre: "La Novia de Frankenstein".
Empezaba con un inefable prólogo, donde Elsa Lanchester interpretaba a Mary Shelley, y contaba a Byron y Percy lo que había sucedido tras el suceso del molino.


La película, una folly total, encuentra espacio para incidir en un aspecto central de la novela original: cuando el monstruo aprenda a hablar, lo hará para expresar su dolor.
El asunto terminaba con la creación de la Novia, también interpretada por Elsa Lanchester, una fascinante proto-punk con chillido de cisne.


Por la carismática interpretación de Boris Karloff, el público ha acabado asociando el nombre de Frankenstein con el monstruo; en realidad, es el apellido del doctor.
Toda una bonita ironía, que habla de una de las metáforas de "Frankenstein": Victor y su Criatura son padre e hijo en violento desacuerdo.


A lo largo de los años, las versiones de la Universal han sido imitadas, copiadas, revisadas y contestadas.
La mejor, sin duda, ha sido su parodia oficial, la inmarchitable "El Jovencito Frankenstein".


En los años noventa, Kenneth Branagh intentaría una operación parecida a la que hizo Coppola con "Drácula": volver al origen literario.


Su artificiera versión no convenció a casi nadie, y las películas de los años treinta aún se mantienen como las definitivas.


¿Ha muerto el mito? Nunca.
Porque como diría Victor Frankenstein, observando los dedos de su creación, aguantando la respiración y proveyendo la pura intriga del más terrible de los milagros: "¡Está vivo! ¡Está vivo!".

1 comentario:

Athena dijo...

¡PLAS, PLAS, PLAS! (aplausos fuertes). En efecto, pensamos en Frankestein y pensamos en Boris. Imaginamos a la novia y nos viene a la mente Elsa. Disfrázate como de Niro o como la Bonham-Carter en Halloween y no te reconoce nadie.