viernes, 29 de octubre de 2010

La Vida Cotidiana


Se expresa en acciones de rutina, en diálogos de cortesía, en existencia robada al sueño.
A la ficción no le gusta la vida cotidiana. Incluso cuando promete que la va a retratar, sólo la utiliza como excusa.


A la ficción sólo le interesan los accidentes de esa vida: sus muertes, sus atropellos, sus estallidos de sexo, sus borracheras veniales, sus acontecimientos insólitos.
Lo demás se considera vivencia de hormigas, cosa de Dios, humo de ciudades.


La vida cotidiana empieza cuando la realidad cabalga feroz sobre la mente de los despiertos.
El fin del sueño es lo más parecido a la súbita cancelación de una serie. Nunca sabrás el final, mejor te olvidas.


Se despierta la vida cotidiana, a golpe de cafeína y estímulo neuronal, en ese camino del cuarto de baño a la puerta del transporte.
Se dan los buenos días, audibles, con prisa.


Y se barajan las cartas humanas, disgregadas como efectivos por el tapete de las ciudades. Aquí cuatro, aquí cinco, yo no voy.
Todos hacia sus ocupaciones, sin pensar, bostezando. Empieza la partida.


En los platós de rodaje, reinan la luz y el artificio. Los actores reciben sus guiones, con las modificaciones pertinentes.
Los técnicos preparan los escenarios, desplegados para la situación dramática.
Comenzamos en treinta y cinco minutos, asegura el regidor.


Afuera, los dedos se hacen protagonistas.
Tamborilean sobre los volantes, en los atascos.


Los niños aprietan sus pequeñas yemas contra el lápiz. Guardan silencio y escriben "aes" grandes y amables.
Mañana la "e", se anuncia.


Teclean los dedos, en todos aquellos que procesan y administran.
Otros se asoman por las ventanas y sienten la ropa tendida, para comprobar si está seca.


Llegan las doce. Se encuentran los platos y los cubiertos, chocando, empujándose, como si bailaran punk.
Y saltan los humos, que escapan como desesperados por las ventanas, derechos al cielo.


Ruidos del almuerzo. Nadie se para a oírlos. Son infernales y pueden volver loco.
Las cartas se reparten nuevamente, mientras se terminan las siestas y la televisión se torna melodramática y absurda.


Se cuenta la tarde a partir de las cinco. Se abren las tiendas, y yo le doy a "Publicar entrada", confiando en acertar.


Alguien en la ventana contesta al teléfono. "Sí, ¿quién es? A usted no lo conozco. No llame más".
Desde alguna radio secreta, suenan los primeros acordes de "Viva la Vida", de Coldplay. Anímese a cantar.
Pero los edificios se quedan mudos a la llegada de las siete.


Anochece más pronto.
Los jugadores descubren, por fin, sus cartas. El croupier las recoge rápidamente. Todos vuelven a casa, de la mejor manera que saben.


Quizá los focos del plató sigan iluminando el escenario de rodaje hasta bien entrada la noche.
Mientras, en las casas, se consume pantalla, quizá algo agresivo, siempre escapista.


"Debería recordar mañana lo que tengo que hacer. Debería llamarlo o debería olvidarme de él."
Pensamientos tontos entre acción y acción.
Hay quien se acuerda de un suceso gracioso, del chisme que le contaron, de lo mucho que quiere a sus amigos.


Arbitra la noche, y la vida cotidiana se resiste a morir.
Pero todo el camino del día ha servido para ese asesinato. El cansancio es la clave. Si se está exhausto, se puede matar el día de un solo golpe.
La mayoría apaga la luz. Muchos mandan callar. Apaguen la música, queremos dormir. Cierren la boca, intentamos morir.


Otros se quedan con los ojos abiertos, regateando vigilias, descubriendo sentimientos que reaparecen, como personajes de series que se creían muertos, pero no lo estaban. Se escaparon y volvieron.
Se llamaban miedo, soledad, cobardía.


Pero, hasta los más preocupados, terminan por cerrar los ojos. La vida cotidiana, simple cuestión de luz.
El sueño, de nuevo. ¿Otro día? Quizás.

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