miércoles, 24 de febrero de 2010

1932


"Jamás he estado tan cansada en toda mi vida... Quiero estar sola".
El espectador también estaba cansado. Pero no quería estar solo.
Quería quedarse con Greta para siempre, en los universos de la pantalla plateada.


Lo deseado era recorrer con ella los lugares donde vivían el humo, el cristal y el art-decó. Dejarse seducir por habitaciones, puertas y escaleras.
Ver las vistas de la ciudad moderna y comprometer el lacrimal ante las brillantes luces del Radio City Music Hall.


Porque soñar era tan benditamente gratis. Ámame esta noche, ¿no es romántico?, una hora contigo, día y noche...


No había troubles in Paradise. El cine tenía sonidos, nuevas estrellas y se esforzaba en vestirse de colores.


Marlene, lejos de Berlín, era criatura del cinematógrafo por derecho propio.


Arrebataba con sus estilizadas putas, con sus divinas pecadoras, con sus hembras de trastienda.
En 1932, era Shanghai Lily y la Venus Rubia. Y el mundo se detenía.


En la visionaria "The Most Dangerous Game", irumpía la alucinada mirada del Conde Zaroff, psicótico noble centroeuropeo, que vivía recluido en una isla.


A ella, iban a parar los más incautos naúfragos que era obligados a ser presa de la más terrible de las cazas.
El rencor de los que lo han perdido todo siempre fue, sin duda, el juego más peligroso.


En la Alemania que la Dietrich dejó atrás, los carteles se pegaban a brochazos.


Adolf Hitler era naturalizado alemán y podía presentarse a las elecciones.
Su partido, llamado nacional-socialista, llamaba a la recuperación del inasequible espíritu germánico, neutralizado tras la derrota del 18 y el crack del 29.


Muchas fechas y muchos números; las imágenes del poder a recobrar seducían los ojos, con la misma mirada que proyectaba el conde Zaroff sobre sus cacerías humanas.
En 1932, se invocó al nazismo. Al año siguiente, hizo acto de presencia.


Más allá del océano, las cosas no pintaban mucho mejor.
Las luces de agosto se revelaron inmisericordes, y un tercio de la población norteamericana vagaba desempleada y sin rumbo.


Tiempo de confiar en el mejor postor; Roosevelt ganó las elecciones por primera vez, llamado a salvar a los yanquis de una bancarrota que parecía irreversible.


En las calles de Chicago, la Mafia vivía decadencia y puerta.


Los últimos y febriles días de Al Capone tenían su correspondencia fílmica en "Scarface", subtitulada pomposamente como "The Shame of the Nation".


Paul Muni era un capo histérico y niñato, que se reía con furia tras tirotear a sus enemigos.
Cuando este Scarface se cernía sobre su propia hermana con las más tremendas intenciones, quedaba definido el género gangsteril como lo más cercano a la ópera que el cine iba a conocer.


El miedo era la orden del día.
El aviador Charles Lindbergh, que había cruzado el Atlántico en sus días de gloria, se topaba con la más oscura de sus noches.


Su bebé de veinte meses fue secuestrado y aparecía asesinado meses después.
El angustioso suceso fue bautizado como "El Asesinato del Siglo" por la misma prensa que lo contó todo.


1932 fue el año del mechero Zippo, de la chocolatina Mars y del reino de Siam.
Se inauguró la dictadura de Salazar en Portugal, y Olga Baclanova gritaba "Frrrreaks! Frrrrreaks!", cortesía de la obra maestra de Tod Browning.


A brave new world, contaba Huxley.
El arresto y la huelga de hambre de Gandhi parecían el reducto de la dignidad humana, previa al colapso de una nueva guerra.


¿Quién tenía la llave para impedirlo? Quizá, Tarzán, ideal héroe rousseaniano, utopía del hombre incontaminado por la vileza de la sociedad.


Pero el nadador Johnny Weissmuller vivía exclusivamente en el decorado de la Metro-Goldwyn Mayer, en esa selva postiza que no significaba nada más.
Tarzán sólo existía en el cine. Como la Garbo, como Shirley Temple y tantos otros.
Lo ejemplar se quedó clavado en el escenario.


Entre bambalinas, en la platea, en la calle. Allí siempre restó la realidad.

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