viernes, 4 de marzo de 2011

Campos Perdidos


El campo es ese territorio que ves desde la autopista, donde los tractores caminan solos y penan diligentes.
Desde una cultura tan integralmente urbana como la nuestra, cuesta concebir que, hasta hace históricamente nada, el ochenta por ciento de la población europea vivía allí, tierra adentro, en ese patio trasero.


A partir de la industrialización y el consecuente éxodo hacia las ciudades, el campo fue desvaneciéndose y haciéndose imposible.
La tradicional manera de vida, que consistía en estar al lado de las semillas y los animales, se hacía un cuento perdido, una anécdota de otros tiempos.


Hoy todos viven de espaldas al contacto directo con la producción de los bienes sustanciales.
Se concibe como un universo ajeno, y muchos urbanitas lo miran con manifiesto complejo.


Si ven una vaca, saldrán corriendo en dirección contraria.
Si tienen una crisis de mediana edad, se comprarán una finca y meterán las manos en la tierra para sentirse útiles y trascendentes.


En las ciudades, rige la educación, se impone la incomunicación entre vecinos y el asesino de la Dalia Negra puede escapar por la puerta de atrás.
Delirio de calles, recovecos y apartamentos eternamente realquilados.


Los pueblerinos llegan a la jungla de asfalto y saben enseguida que han dejado atrás su sencilla vida rural, donde el cielo es azul y los cabrones cuelgan de los árboles.
Esos campechanos, tan populares en muchos reality shows, nunca serían invitados a una fiesta de Tom Ford.
O a menos que la temática de la celebración fuera vestirse de granja.


Son esos que se los oye desde lejos, dan grandes zancadas y propinan unas palmadas que aspiran a reventar la espalda de cualquier fino.
La idealización de la gente del campo conlleva ilustrarlos como unos benditos inocentones, cuya mirada hacia la vida es más auténtica que la derivada de los protocolos sociales y las regias distancias del urbanismo.


Pero la historia negra del campo y de los campesinos también se ha fijado de la misma manera en nuestra imaginación de lo rural.
Es entender al campesino como un cateto ignorante, brutal, sucio, patético, que se ríe con sus dientes mellados y arrea con un palo a todo lo que venga de fuera.


Aparece así el lado oscuro de aquel que vive confinado en un monte, esclavo de los elementos, que se arrastra por el lodo y folla con sus hijas, sus hermanos o sus cabras.


En el escenario del campo fatal, se ambienta "Cumbres Borrascosas", cuya historia de amor expresa la paradigmática alienación de los muertos de invierno, que contestan con odio y portazo a los sentimientos más delicados.


Como el bosque, como la caza, como la oscuridad, el campo quizá esté impreso en los genes del ser humano.
Tal vez ahora lo niegue y mal exista oprimido entre paredes intranspirables, alimentos etiquetados y tecnologías que lo constelan con otros.
Pero nadie que viva en la ciudad debería echar de menos lo rural. Ante todo, porque jamás lo ha conocido.


No tener que vivir y trabajar en campos y pueblos es un privilegio de riqueza occidental.
Un nobleza obliga de esa sociedad que se queja de tantos supermercados, cuando no podría concebir su vida sin ellos.

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