lunes, 13 de junio de 2011

Dioses y Monstruos


Son los nombres propios de las artes escénicas.
Llamar diva o divo a un intérprete puede tener connotaciones negativas. Pero, de algún modo, siempre es un calificativo de trascendencia.


Los divos se han rodeado de gloria, exigencias y aplausos.
Cuando irrumpen en el escenario y el público los ovaciona, su mayor logro es saber interpretarse a sí mismos.
Sus vidas son sus mejores películas.


Originalmente, el término "diva" se refería a toda prima donna de la ópera italiana.
Y ya explicitaba lo que siempre ha significado: artificio y distinción.


El cine ha sido el definitivo caldo de los divos y las divas, más difundibles, más populares, más adorados.
De ese modo, la personalidad ha terminado por imponerse sobre cualquier sincera interpretación.


Las cinematografías de todo el mundo tienen en nómina a una galería de actores, que son reconocibles tanto física como estilísticamente.


Sus nombres van encima del título, son adictos a la pose y viven de afectación.
El divismo y sus manierismos restan mucha credibilidad a las películas. Pero, a la vez, le otorgan al cine esa característica de hacedor de mitos.


El público acude a ver títulos de Bette Davis, Greta Garbo, Robert de Niro, Christian Bale o Reese Witherspoon.
Se conciben como valores seguros, que encubrirían calidades cinematográficas dudosas o nulas.


Hasta los actores más profundos, alérgicos al glamour, son divos de calibre.
Como dijimos la semana pasada, importa más el estilo que la historia narrada. En el caso de los actores, triunfan los rostros y se olvidan los personajes.


El divismo puede ser un término peyorativo.
Llamar diva a una persona supone considerarla una caprichosa insaciable e irritable.


La relación entre la vida de las estrellas y el snobismo se ha revelado muy estrecha.
Tanta adoración los ha hecho monstruos de escenario, que devoran todo lo que encuentran.


Muchas y muchos se convierten en una bonita parodia de lo que fueron, y terminan por ser drag-queens de su propio nombre.


La cinefilia y sus adoraciones derivadas también han podido transformar a directores en grandes divos.


Desde Hitchcock hasta Almodóvar, las firmas personales se convierten en señas inequívocas.
El público sabe que vivirá suspense morboso si se trata de Alfred; tendrá melodrama colorido-sainetesco si paga por Pedro.


Los directores-divos se rodean de séquito, se enfadan con los críticos y aspiran a sorprender con sus próximas películas.
En realidad, nunca sorprenden. Sólo ofrecen nuevos o viejos trozos de su generosa personalidad a sus públicos fanáticos.


El divismo expresa que la escena no es únicamente un lugar de representación de historias.
Es también ese misterioso universo de sacralización frívola, donde ganan los que emocionan.


El anonimato se acaba para siempre. Cuestión de luces.

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