viernes, 2 de diciembre de 2011

La Casa de Las Muñecas


En tiempos medievales, una rama colocada sobre la puerta funcionaba como la señal precisa de las que allí residían.
Por esa misma rama, a las putas las llamaron rameras.


La casa de putas es tan antigua como ellas.
Son las meretrices reunidas en una sola residencia, a resguardo del frío de la calle, nunca a salvo de los peligros de su trabajo.
A los burdeles se ha ido solo o con amigotes, con la necesidad de rematar despedidas de solteros, celebrar victorias políticas, sellar negocios o diagnosticar la aridez de los matrimonios.


Es una fantasía sórdida, corta de miras, que se viste de terciopelo, pero sólo es de poliéster.
Ellas, sentadas al sofá, esperando, fumando, sonriendo cuando se lo mandan, cabalgando cuando se lo pagan.


Los prostíbulos son centros de poder y evidencia, lugares donde el chantaje es fácil y la discreción, la virtud exigida.
Si sus paredes pudiesen testificar en palestras, no quedarían más días para las reputaciones, los secretos y las confidencias de todo signo.


Por los pasillos de los burdeles, han caminado desde seres asquerosos hasta jóvenes a la caza de emociones.
La tradición reprimida rezaba que los hombres tenían que follar con las putas y debían amar a las damas. Hacer lo contrario sólo significaba tener ganas de tragedia.


Los lupanares fueron la imagen de la iniciación sexual para los hombres de los países católicos hasta hace relativamente poco.
Los muchachos eran llevados a los prostíbulos por sus propios padres, para que se desfogaran tempranamente o conocieran la mecánica del sexo antes de la noche de bodas.


Muchos jamás olvidaban a esas primeras mujeres - terrenas, grotescas, sucias - y volvían a ellas, una y otra vez.
Por esa condición de Liliths, la prostitución y el prostíbulo han estado teñidos de romanticismo en ciertas evocaciones artísticas.


En la prostitución, se busca la materialización de apetitos sexuales, pero también la sofocación de conflictos psicológicos.
A las putas se les puede hacer de todo, si se paga bien y el estropicio no sale de las puertas del lupanar.
Los burdeles se dicen discretos para tapar las canalladas que hacen veniales.


Donde no hay sitio para los besos, no hay lugar para la dignidad.
La prostitución es incomprensible para los que no concebimos que la alegría del sexo pueda ser cosa de dinero, humillación y esclavitud continuada.


Pero hay quien lo convierte en su negocio. Esa es la realidad.
A la puerta, la madame administradora funciona como la suprema abeja reina. En los salones y las camas, laboran las abejas obreras.
Ojos avizores, pasean los chulos zánganos, los que protegen el cotarro y propinan palizas a las que se pongan reivindicativas.
Pobre colmena de momentos sexuales, pagados en efectivo o con tarjeta.


Vistas desde la lejanía, las putas de burdel son esas diabólicas sexualizadas, que silban, dicen palabrotas y huelen a entrepierna, ginebra y friegas.
Esas que van barrocamente desvestidas, exhibiendo ramerez entre sus invitados.


Cuántas historias nacen y mueren entre los anhelos y piernas de esas mujeres perdidas y sin hogar.
Sobreviven, dejando pasar el tiempo, concibiendo sus cuerpos como máquinas registradoras, hipotecando parcelas del espíritu y recuperándose a sí mismas en la quietud de sus baños.


En los corredores y habitaciones de la casa de putas, se cuenta otra verdad más del machismo.
A las señoras se las empareda en la cocina. A las putas, en el lupanar. Unas y otras, encerradas, con grilletes sexuales y cadenas sociales.
La dama se gana la deslealtad; la puta, el escupitajo. Simples muñecas en manos de un niño rabioso.


Casas de señoritas las llamaba la hipocresía, y también los intelectuales burgueses para legitimar su adicción a acostarse con putas.
El prostíbulo es el lugar oscuro donde Berlusconi vive feliz, donde los datáfonos triunfan las eyaculaciones y donde las luces de neón crepitan y parpadean dos veces entre tanto hedor a soledad.


Casas de tristeza humana.

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