miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hollywood Goes To War


Caían las bombas, marchaban los soldados, pero nunca pararon de hacerse películas.
En 1942, Washington se confesaba preocupado por el cine. Y también interesado. ¿Qué mejor invento para vender la guerra?


Se tenía que pasar de la neutralidad a la acción, pensaban las políticas de 1942.
No sólo había que armarse hasta los dientes, sino también alentar los espíritus sociales y vestir para la ocasión a los medios de comunicación más influyentes.


Así, Hollywood fue a la guerra con toda decisión, igual que ya lo había hecho la cinematografía alemana.
En ambos bandos, el celuloide fue usado, por primerísima vez, como la mejor estrategia para la propaganda bélica.
No se conocía nada más efectivo que vender doctrinas de guerra y arengas de destrucción mutua a través de ficciones sentimentales.


Rastreando las películas norteamericanas que se estrenaron durante la Segunda Guerra Mundial, se encuentran auténticas piezas de la demagogia política coordinada.
Contar la guerra como un acto de heroísmo al que todo hombre debe aspirar fue la primera estrategia.


De una manera muy sutil, se introducía la paranoia; esa sensación decisiva que mejor articularon - y siguen articulando - los medios de comunicación.


En 1942, los nazis y los imperialistas japoneses eran el enemigo desconocido, lejano, quizá infiltrado, del que aún no se conocían todos sus pecados.
En las películas de entonces, el rival es retratado como una sombra incierta, que podría estar en cualquier parte.
Así se expresaba la paranoia, esa que conduce a la desconfianza. Y ésta, a la necesidad de la seguridad proactiva.


La propagandística bélica tuvo su centro neurálgico en la Oficina de Información de Guerra, ideada por Roosevelt.
Desde 1942 hasta 1945, operó esta agencia de publicidad, control y censura, donde una función primordial fue vigilar estrechamente lo que se producía en Hollywood.


Esta oficina demandó todos los guiones escritos durante el conflicto. Se espoleaban algunos proyectos, se fusilaban otros y todos se modificaban.
Muchos monólogos finales de las películas más patriotas fueron expresamente redactados por esa oficina.


Fue una agencia de estricta vigilancia. Cualquier mínimo indicio de inconformismo o desacuerdo se borró de raíz, en nombre de los valores all-American.
En retrospectiva, resulta el primerísimo episodio de lo que se generalizaría en la posterior "caza de brujas" de la década de los cincuenta.


Como en cualquier oficina de censura, el absurdo estuvo asegurado.
Convirtieron muchas películas en unos coñazos patrioteros de cuidado, mientras arremetían contra una obra tan inocente como "The Palm Beach Story".
La consideraban una comedia demasiado frívola, que no contenía ni una sola mención a la guerra.


El título ejemplar para cualquier plan rooseveltiano se llamó "La Señora Miniver".
Se ambientaba en la Inglaterra asediada por los bombardeos alemanes, contando el conflicto de una manera cotidiana, lejos del frente.


En "La Señora Miniver", una familia de bien debe vérselas con la destrucción de todo su mundo.
En la recordada escena final, un sacerdote da el sermón a sus estoicos feligreses en plena iglesia en ruinas.


Estrenada en el mismo 1942, "La Señora Miniver" hizo llorar a los norteamericanos como casi ninguna otra película de entonces.
Al año siguiente, la llenaron de Oscars. Su actriz protagonista, Greer Garson, dio un discurso larguísimo en la ceremonia con la intención de vender bonos de guerra.


Unos bonos de guerra que se podían encontrar también a la salida de las salas de cine.
En muchos títulos de la época, aún se puede rastrear la indicación de esa venta de bonos, bajo la palabra "The End".


Por su parte, muchos hombres de Hollywood se alistaban, dando suspensión a su estrellato durante varios años.
No obstante, el actor favorito del momento fue Van Johnson, que, irónicamente, había sido excusado del servicio militar tras sufrir un terrible accidente de coche.


Su imagen de americano llano, pecoso y tontín fue protagonista de dos títulos especialmente populares: "30 Segundos Sobre Tokio" y "A Guy Named Joe".
Aunque no pudo vestir de uniforme en la vida real, nadie fue soldado más genuino que este Van Johnson.


Mientras, Bette Davis y John Garfield ideaban y hacían realidad el Hollywood Canteen, local californiano de refrigerio, completamente gratis para soldados de permiso o en dirección al extranjero.


Muchísimos actores y entertainers fueron hasta el Hollywood Canteen, donde no sólo cantaban y animaban, sino que se decidían a servir mesas, dar besos a los reclutas y, en definitiva, arrullar las duras esperas.


En el Hollywood Canteen, un soldado con rubéola besó a una embarazada Gene Tierney.
La contagió y esa enfermedad sería la causa de las deficiencias con las que nacería su hija Daria.


Ese beso fatal es un ejemplo perfecto de las cosas tristes que suceden durante la guerra, donde hasta el más mínimo gesto puede destruirlo todo.


Hollywood nunca contó la verdad de lo que sucedía en alambrados frentes y almas asustadas. Sólo pudo ofrecer visiones sesgadas, diseñadas para calentar corazones y levantar espíritus.


Como industria, absorbió más poder del que ya detentaba; en tiempos de guerra, ir al cine se necesitó más que nunca.
Para los espectadores, la pantalla plateada se hacía un modo de sedación, donde la vigilia y la incertidumbre se aliviaban con fundidos a negro y promesas de fin.

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