miércoles, 21 de octubre de 2009

1945


Un día impreciso de marzo, el tifus mataba a Anna Frank en un triste campo de concentración.
Antes de que acabara abril, Adolf Hitler y Eva Braun, recién casados y escondidos en un búnker, se pegaron sendos tiros, mientras los soviéticos entraban en Berlín.
Sí, el combate armado más atroz que había conocido la humanidad llegaba a su fin.
Pero la Segunda Guerra Mundial no quería irse sin demostrar hasta donde había llegado.


El diario de aquella pobre Anna Frank era el testigo elocuente, y también los millones de muertos, heridos y torturados de una Europa arrasada de raíz, violada en grupo, quemada hasta los cimientos.


Al Cielo y a la memoria fueron todos los justos, los que resistieron, los que sucumbieron en desembarcos, en barracones y en pueblos de nombres impronunciables. Los que soñaron con el armisticio y se quedaron dormidos para siempre.
"Niños del Paraíso", la obra maestra de la Resistencia francesa, pudo, por fin, estrenarse en los cines.


Los aviones pudieron descansar en sus hangares y los refugiados ya no cantaban, mientras los desmantelados campos de exterminio quedaron como cascos vacíos del horror.


Los nazis eran perseguidos y ajusticiados. En Milán, los partisanos colgaron el cadáver de Mussolini para que todos lo vieran.
Rossellini ajustaba las cuentas en "Roma, Ciudad Abierta", donde denunció al fascismo y a todos aquellos que vendieron su conciencia al mejor postor.


Todos se lamían las heridas en solitario, entre el polvo de las ruinas y las promesas de la paz, superando la pesadilla, olvidando la cara del Diablo. Pudieron volver a casa, si es que la tenían.
Gonna take a sentimental journey, cantaba suavemente Doris Day en las ondas de radio.


Los norteamericanos levantaban la mano ya desde Yalta. Os hemos salvado, pregonaban, y nosotros dominaremos el mundo. Quien no lo acepte, tendrá una fría respuesta.


¿Quieren una prueba?
El cielo de Hiroshima y Nagasaki prorrumpió en el estallido. Después, sólo hubo el silencio y la rendición fue inapelable.
¿Para qué ha servido el progreso?, se preguntaban en 1945. ¿Para evolucionar las mentes o para subyugar aún más bajo la ley del más fuerte?


La lluvia amarilla de Japón fue el primer capítulo de la era atómica y la prueba de que el miedo no había terminado.
Never again, dijo Truman. Never again at home, debió añadir.
Restarían batallas igual de bestias, pero desarrolladas en el patio de atrás; todas diseñadas para que la supremacía estadounidense estuviese clara.


Porque la gran verdad es que la guerra los sacó de la Depresión y los convirtió en el Imperio.
La creación de las Naciones Unidas fue un puro trámite y la Unión Soviética, el único rival a la altura.


Pero la culpa, la culpa no se iba. Atenazaba las torturadas psiques de los supervivientes, que se paseaban por las ciudades mediadas por las sombras del noir.
Las femme fatales de "Detour" y "Que el Cielo la juzgue" eran el símbolo de la guerra, esa misma, que aun muerta, todavía puede atrapar con su mano helada.


"No se preocupe, señor, usted no asesinó a su hermano, fue un accidente", contaba el "Spellbound" hitchcockiano.
Freud entró en el cine, para curar turbulentas mentes, clarificar arrepentimientos enrazaidos y perdonar crímenes piadosos.


Al calor de los vasos de scotch y los desvelos nocturnos, Ray Milland perdía los días en "The Lost Weekend".
Porque nadie quería irse a dormir en 1945.
Durante la vigilia, Celia Johnson y Trevor Howard se atrevían a enamorarse en las estaciones de "Breve Encuentro".


De todo, sólo quedó el humo. Y el mañana, claro.

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