Que Michael Caine aparezca en la película más taquillera del año pasado no debe sorprender. Es bien sabido que el señor Caine ha tenido siempre el don de la ubicuidad.
Y ese don provoca, no sólo el éxito, sino un renovado estrellato para las nuevas generaciones.
Y ese don provoca, no sólo el éxito, sino un renovado estrellato para las nuevas generaciones.
Caine es quizá el actor inglés más querido de las últimas décadas. Sus mejores títulos, sus grandes interpretaciones, son bien recordadas, y la Academia de Hollywood lo ha honrado en dos ocasiones.
Por desear a Barbara Hershey, su propia cuñada en "Hannah y sus Hermanas", y por cuidar de sus queridos príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra en "Las Normas de la Casa de la Sidra".
Por la primera película, no fue a recoger al premio. Por la segunda, dio un larguísimo y emocionado speech, que sirvió como homenaje oficial a toda una vida.
Sin embargo, no todo han sido honores ni aciertos en la carrera de Michael Caine. Durante gran parte de su trayectoria, ha participado sin complejos y conscientemente en películas regulares, malas y malísimas con el único propósito de cobrar un sustancioso talón.
Es irónico que en su título más popular, "La Huella", se encontrase con Laurence Olivier, que, al contrario que Caine, gustaba de rechazar proyectos si no cumplían ciertas cotas de seriedad y calidad.
Michael, con sus ojos azules, su inconfundible sonrisa y su acento cockney, ha paseado su sardonia tanto por grandes títulos como por infortunios del calibre de "El Enjambre" o "En Tierra Peligrosa".
Él prefiere mirarlo como una muestra de camaleonismo y de desprejuicio. Siempre mantiene ese laconismo british que lo ha hecho inmortal y, hasta en sus peores empeños, deja translucir su innato sentido del humor.
Como Alfred en "El Caballero Oscuro", nos sigue gustando tanto como el primer día.
Como Alfred en "El Caballero Oscuro", nos sigue gustando tanto como el primer día.
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