viernes, 30 de septiembre de 2011

V de Vergüenza


Desde una mancha indebida hasta la mayor condenación, por un instante o para siempre, la vergüenza se articula a través de la sensación de bodrio.


Se vive tras la impertinencia, la desnudez, el pecado o el simple error.
La existencia se ve interrumpida ante esa incorrección del paisaje, que empaña y hace lamentar. Quizá lo cambie todo.


La culpa es el dolor por el hecho causado. En cambio, la vergüenza es el sentimiento por el protagonista del desastre; es decir, por uno mismo.
Se asigna así misma de manera arbitraria. A veces, injusta, porque también sienten vergüenza las víctimas de castigos, abusos y culturas brutales.


La vergüenza es el plato favorito de la sociedad. Con ella, se construye y funciona. Con ella, castiga y destruye a los demás.


Distinguir la vergüenza propia de hacer el ridículo se ha hecho casi imposible. Son íntimos amigos; recurriendo a una, se evita lo otro.
Pero el mundo se tropieza con la vergüenza a fuerza de esquivarla. Todas las situaciones cotidianas están al límite.


Irónicamente, el momento potencialmente vergonzoso se revela como la sal de la vida.
Sin ella, nada es tan divertido.


Ante la risa, presenciar vergüenzas ha terminado por ser un placer culpable.


La televisión la lleva explotando toda la vida, dilucidando trapos sucios, colocando micrófonos a gente que no sabe expresarse y contando situaciones ya de por sí sonrojantes.


Los escándalos sexuales son el plato favorito de la vergüenza frívola. Como siempre, no importa tanto el hecho como los expresivos detalles y la cadencia del relato.


Las comedias se cimentan en genuinos momentos de la miseria humana. Normalmente, cuando el personaje está a punto de ser descubierto en un renuncio por los demás.
La carcajada es la respuesta nerviosa, brindada por el suspense que da una situación vergonzosa in motion.


Cada vez con más frecuencia, se usa el término "vergüenza ajena". Se refiere a sentir lo que otros ya deberían.
Es una especie de empatía involuntaria, combinada con cierto aire de superioridad.


La timidez supone otra acepción de la vergüenza.
"No puedo, me da vergüenza". Es más intensa en los sensibles, los adolescentes y las comunidades pequeñas.
Es el miedo al escenario, el temor a hacerlo mal y que los demás se rían.


La vergüenza ha sido cáncer de períodos históricos.
"Muerte de un Ciclista" y "Calle Mayor" registraban un país asfixiado por un catálogo demasiado voluminoso de cosas que propician vergüenza.
Al final, la parálisis. No se hace nada por el que dirán, las etiquetas y otros epítetos difíciles de borrar.


Ante los protocolos anti-vergüenza, la mayoría de la gente prefiere emborracharse.
Los demás perdonarán si te caíste encima de la tarta, besaste a un perro o bailaste reguetón al ritmo de la melodía de "Heidi".
Hubo vergüenza, pero fue el mojito.


Otros juegan con ella, le encuentran hasta la excitación. Desafiarla o enviarla a un lugar ignoto supone contestar las normas.


Cometer actos delictivos y otras maldades es la vergüenza pura, al más alto nivel.
Pero si no se atrapa con las manos en la masa, la sensación de deshonra pública no se vivirá. El culpable sólo tendrá el juicio de su conciencia, en el caso de que la siga ejercitando.
Y la Historia demuestra que los más vergonzantes son los que menos vergüenza sienten.


Al final, se convierte en una cuestión de imagen.
Si te pillan con los pantalones bajados, qué vergüenza. Si no, traralá. Sólo te ha visto Dios y ese no habla.

jueves, 29 de septiembre de 2011

The Fass


Hay quien se confiesa asustado de la sonrisa de Michael Fassbender. Tan larga y explosiva, un asombroso y repentino muestrario de dientes.
Pareciera que tiene ganas de comerse el mundo, a razón de un solo bocado.


Michael Fassbender es el actor de moda. No hay día que no se hable de él.
Los objetivos registran su viaje alrededor del mundo, zarpando y soltando amarras, entre filmografías y rodajes, desde fiestas hasta festivales.


Tuvimos que gritar viva. Copa Volpi en mano, ofreció un nuevo episodio de su sonrisa.


Tras su victoria en Venecia, el destino siguiente fue el Festival de Toronto.


Fassbender llegaba con expresión relajada, cazadora de cuero, camiseta de Iron Maiden y gafas de sol, colgadas al estilo playero/hortera.


Lo decisivo era esa nueva mirada al objetivo, más firme que nunca, pícara y lasciva de un modo casi casual.
Nos invitaba a darle guerra.


Michael Fassbender ya sabe lo mucho que nos gusta.


Su fabuloso peregrinaje, con "Shame" bajo el brazo, tuvo también parada en San Sebastián, donde lucía aún más gorgeous con el mar donostiarra a sus espaldas.


Tanto paseo ha confirmado dos cosas fundamentales: The Fass está buenísimo, y "Shame" es su película clave.


En ella, interpreta a un mujeriego treintaytantos, que recibe una decisiva visita fraternal, con el rostro de Carey Mulligan.
"Shame" se coloca en el sprint hacia el Oscar, y los expertos apostadores ya sitúan a Michael en el graderío Academy Award del próximo año.


Aunque no lo nominen, su sonrisa va a hacer acto de presencia en la alfombra roja. Para rojez, la suya.


Incorporar a Carl Jung en "A Dangerous Method", esperado estreno de David Cronenberg, también puede ser otra oportunidad oscariana.


Mientras, el gran público asegura reconocerlo como Magneto.
Fue cosa de la tontita "X-Men: First Class" que inauguraba enésima saga del super power.


Ante todo, ha sido una prueba de la listeza de sus agentes; ponerlo a bailar en discotecas hollywoodienses, para que el muchacho crezca y florezca.


Los norteamericanos ya lo entienden como ese hombre europeo que siempre necesitan, con aroma malévolo, mundano, un tanto ambiguo.


Por su parte, Ridley Scott lo ha puesto al rumbo de la prometedora "Prometheus", donde también navegan Idris Elba y Patrick Wilson.


La agenda de Fassbender también registra el nombre de Jim Jarmusch, que lo demanda especialmente vampírico para su nuevo proyecto.


En 2012 no se acaba el mundo.


En los anales del maromismo, está escrito que será el año de la ascensión de un nuevo astro.


Rojo y germano-irlandés, para más señas.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Vietnam Blues


Desde la radio, cantaba Glen Campbell.
La melodía hablaba de un soldado que añoraba su hogar texano, mientras limpiaba su pistola. Oh, Galveston, Galveston, I'm so afraid of dying.
"Tengo tanto miedo de morir", se oía en las ondas de 1968.


Por entonces, los norteamericanos vivían en una selva, de la que nunca pudieron salir. Todavía se les aparece en sus más genuinas pesadillas.
Un conflicto que se alargó, se hizo doloroso y, ante la gangrena, sólo quedó cortar la pierna.
Fue la primera guerra que no supieron ganar. Durante años, no se podían creer aquel laberinto.


Vietnam fue también el primer conflicto bélico discutido, infame, mediático.
Antes, se había ido al frente con la boca cerrada. Vietnam fue el primer desastre de la era del bienestar; ese capricho imperialista del patio de atrás, donde el enemigo ni siquiera estaba claro.
La Guerra Fría se perdía en su propio eufemismo.


Aunque tengamos la sensación de que nos hayan ilustrado Vietnam en el cine desde siempre, lo cierto es que tardaron en abordarla de manera directa.
La primera película oficial no la retrataba. Más bien, la vendía, desde un punto de vista reaccionario.


Era la horrible "The Green Berets", dirigida y protagonizada por John Wayne, bien ajustado a su papel de gran papá blanco y convencido de que la victoria llegaría.
El plano final contemplaba un Sol que se ponía por el Este.
Se cuenta que el joven Oliver Stone vio "The Green Berets" tras servir en Vietnam, y decidió no parar hasta contar la verdad de lo que allí ocurría.


Aún así, desde la segunda mitad de la década de los sesenta, Vietnam aparece implícita, inmiscuida en el alma de las mejores películas.


Es el desencanto, la tristeza, el fracaso.


El gran cine que eclosionó en los setenta debe su madurez a la sensación de fiasco sociológico, al olor a sangre.
El sueño americano, oh, nunca tan dudoso como entonces.


Cuando acabó el conflicto, el drama comenzó a abordarse con la garantía del compromiso.
"Coming Home", una de las primeras en afrontar la derrota, retrataba la guerra en casa. Aquellos chicos de Galveston volvían hechos unos hombres heridos, en todos los sentidos.


La imborrable "El Cazador", de Michael Cimino, apretó el acelerador, con su sentido discurso sobre quién era la clase social que había recibido la peor parte.


Media generación se vio en ese devastador espejo que ofrecía Christopher Walken. Simplemente, la rotura absoluta.


"Adoro el olor a napalm por las mañanas. Huele a victoria", decía el personaje de Robert Duvall en "Apocalypse Now".


La colosal y colosalista película de Coppola estableció cómo se iba a contar Vietnam desde entonces.
Era la pesadilla en toda regla, donde lo más oculto del ser humano había hecho acto de presencia y campado a sus anchas.


Después del silencio, se impuso la búsqueda de la gran película sobre el Nam.
Era tarea pendiente para muchos directores, que ofrecieron su particular visión.


Kubrick la vio loca de atar; De Palma, con conflicto psicosexual; Levinson, suavemente melancólica.


Oliver Stone se otorgó el derecho de la memoria. Era el único cineasta que había estado allí.
Su trilogía - "Platoon", "Nacido el 4 de Julio", "Heaven & Earth" - contó las tres fases del conflicto: la guerra, el regreso a casa y la reconciliación intercultural.
Como siempre en Stone, de una manera protestona, paranoica y emocionante.


Vietnam quedó como la "mala guerra", en contraposición a la "buena", la Segunda Guerra Mundial.
En 1945, acabaron con los nazis. En 1975, nadie se enteró bien de qué cojones pasó.


Gusta pensar que si el resultado es glorioso, la animalada valió la pena.
Si hubo lamento como saldo final, se prefiere recordar como un episodio de oscuridad indecible, un cuento triste de la cultura popular.


Nadie duda de la sinceridad y efectividad de los creadores cinematográficos en retratar el Horror, tal y como resonó.
Pero no hay mejor lavado de imagen para el Imperio que una triste y aterradora película sobre Vietnam.


Es adelantarse a decir "¡Yo también sufrí!". Una especie de expiación universal, a través de celuloide y buena intención.


El "¡Yo también sufrí!" se transforma sutilmente en el "¡Yo fui el más que sufrí!".
Al fin y al cabo, es una película. Preocupa Charlie Sheen, no el extra asiático que cae rodando montaña abajo.


Cuestión de punto de vista. Dramatizar, protagonizar, dar pena, aplazar responsabilidades. Lo que hacen los mejores reyes.